Iván Garza García

Quien fuera el primer emperador romano y cuyo prolongado reinado se extendió desde el año 27 antes de Cristo, hasta el 14 de nuestra era, mandó confeccionar un texto de características tan especiales que pudiera cumplir el propósito de glorificar el naciente imperio y dotar de misticismo a la fundación de Roma. Tras la caída de la República, Cesar Augusto – también conocido como Octavio – asumió el poder y, a su llegada, encomendó al poeta Virgilio la complicada obra literaria. Así nació la Eneida; poema dividido en doce libros que refiere las andanzas de Eneas, desde su fuga ante el saqueo de Troya, hasta la épica victoria militar en la que el guerrero troyano venció al Rey Turno en Italia.

Doce años fueron requeridos para que Virgilio concluyera el relato. Se dice que antes de su muerte, el bardo exigió al emperador Augusto que destruyera su manuscrito para que no fuera leído, pero éste se negó a hacerlo.

En sus primeros libros, la narración de marras refiere la llegada de los troyanos, encabezados por Eneas, a Cártago; lugar reinado por Dido y cuyos habitantes eran llamados tirios debido a que tenían origen en la ciudad fenicia de Tiro. Según la leyenda, la reina Dido se enamoró perdidamente de Eneas y juntos planearon la construcción de una villa en la que unos y otros pudieran convivir en armonía. Sin embargo, los dioses le recordaron al guerrero que su destino era fundar Roma. Cuando la gobernante se entero que los visitantes planeaban abandonar sus tierras en secreto, se suicidó; pero antes, lanzó una maldición por la que los tirios debían tomar venganza en contra de los troyanos y sus descendientes.

Así, cuando se alude a los adversarios de posturas irreconciliables, suele utilizarse la expresión “tirios y troyanos”, en referencia al odio perpetuo entre los dos pueblos.

Aunque lo antes contado tiene su origen en la obra maestra de Virgilio, en México no curtimos mal las vaquetas (dijera Don Héctor), cuando de dividir al respetable se trata.

Se cumplió un año de la asunción de Andrés Manuel López Obrador al poder presidencial mexicano. Un año del arribo de la 4T a la escena política nacional. Un año del “me canso ganso” y del larguísimo discurso en la plancha del Zócalo capitalino, que lo mismo sirvió para generar esperanzas que para establecer -  con meridiana claridad - una serie de compromisos que marcarían el rumbo del nuevo régimen.

Esta vez no voy a referirme a la cancelación del NAICM en Texcoco que costó a los mexicanos la friolera de casi 100 mil millones de pesos, sin contar la inviabilidad de la obra aeroportuaria en Santa Lucía y el Cerro de Paula que tuvo a bien “atravesarse”. Tampoco haré mención del desabasto de combustibles que encontró origen en la declaración de guerra contra el huachicoleo y que derivó en la adquisición de 671 pipas sin licitación de por medio; lo anterior, sin señalar la explosión de un ducto en Tlahuelilpan, Hidalgo, que significó la muerte de 137 personas. Nada que decir, en esta ocasión, de la creciente escases de medicamentos en los hospitales y centros de salud públicos; tampoco de la reducción a los presupuestos en educación, tecnología, ciencia y cultura. No es momento para reseñar la supuesta intromisión en la vida interna de los poderes constituidos y en la de los organismos públicos autónomos, mismos que otrora sirvieron de contrapeso al Ejecutivo; ni para hablar de la supresión del programa de estancias infantiles que tan hondo ha calado entre las familias mexicanas. Nada que abonar respecto a la contra-reforma educativa y las plazas magisteriales que obtuvieron los disidentes de la CNTE después de desafiar al gobierno federal a través de marchas y bloqueos; tampoco sobre los recursos destinados a Dos Bocas y al Tren Maya, obras que aun no cuentan con proyectos ejecutivos definitivos ni estudios de impacto ambiental. No enunciaré datos respecto al nulo crecimiento económico; la recesión técnica anunciada por el Banco de México; la fuga de inversiones; la baja calificación crediticia otorgada por las calificadoras internacionales, o la pérdida de miles de empleos que ha informado el IMSS. Tampoco haré referencia al fallido operativo en Culiacán; a la matanza de los LeBarón en los límites entre Chihuahua y Sonora, o al año más sangriento en la historia de este país, con más de 30 mil homicidios registrados.

Aquí en confianza, más allá de la información oficial y los “otros datos”, diariamente, desde Palacio Nacional, se nos receta un discurso polarizador. El esfuerzo por comunicar se ha distorsionado al grado de crear dos bandos en completo encono. Acá se acabaron los puntos intermedios y las actitudes eclécticas; tal parece que la narrativa se reduce a la simple locución “coincides conmigo o estás contra mí”. El verdadero peligro para México está en la terrible división de su pueblo. Neoliberales y transformadores; conservadores y revolucionarios; fifís y chairos; los que aspiran y los que respiran; tirios y troyanos.

Considerado uno de los más importantes historiadores romanos del siglo primero, a Cayo Salustio Crispo se le atribuye la frase: “A través de la unión, los estados más pequeños prosperan. Mediante la división, los más grandes estados son destruidos”. Ahí se los dejo para la reflexión.