Fernando de las Fuentes
Si alguien pregunta a cualquiera qué cualidades valora y qué conductas exige, la veracidad, una de las principales vertientes de la honestidad, estará entre las primeras de la lista. Nuestra moral social aplaude la verdad y repudia la mentira. Sin embargo, nuestra realidad personal y colectiva es otra.

Tanto en relaciones interpersonales, como en interacción con personajes, sean políticos, religiosos, artísticos, etc., todos, o casi, estamos dispuestos a aceptar la mentira, y hasta llegamos a ocultar que nos damos cuenta de ella (sobre todo ante nosotros mismos) para obtener un beneficio, que puede ser de carácter material o una ganancia emocional, en autoestima, sentido de pertenencia o reafirmación.

Mientras más veraz, y por tanto honesta, se presume la gente, más miente. Esta es una gran verdad, porque estamos inmersos en el paradigma de que sin esta cualidad nadie sería aceptable, respetable ni digno de amor y confianza. Eso es lo que todos pensamos. Y probablemente esta creencia provenga más de un mal entendimiento y una sobreestimación de la verdad, que de una reflexión objetiva sobre la naturaleza de la percepción humana y la relatividad de lo veraz y verdadero.

Esto último quiere decir que no podemos ir por ahí diciéndole a la gente “sus verdades”, porque solo lo son desde nuestro punto de vista, pero tampoco podemos ocultarle información o mentirle descaradamente a quien quiere, le compete, tiene derecho y puede procesar la verdad, en aras de que vea solo lo que queremos que vea.
Sin embargo, es importante aclarar que la gente solo ve lo que quiere ver, aunque aquello que sea perturbador al efecto no esté oculto, sino completamente evidente y hasta cínicamente expuesto. Hay dos clases, pues, de simulación, la inconsciente y la intencional. Ambas, en realidad, igual de dañinas.

Lo cierto es que aceptamos la mentira mientras esperamos obtener algo a cambio, hasta que nos sentimos defraudados, engañados, decepcionados y muy probablemente furibundos. Entonces, a nivel personal, reclamamos, exigimos, regañamos, acusamos, desechamos a la gente o la castigamos, y a nivel colectivo, destrozamos ídolos, derrocamos tiranos, descalificamos por completo a figuras públicas y armamos desde manifestaciones hasta revoluciones.

Para nadie es un secreto que el debate público actual, en todo el mundo, está infestado de mentiras, de líderes de todo tipo que sin reservas dicen medias verdades, ocultan datos, deforman los hechos a su conveniencia, aseguran –con la gran seguridad que da la ignorancia o con el respaldo de información deformada para documentar la mentira– cualquier cosa que los demás quieran escuchar de ellos, por absurda que sea.
A esto se le llama hoy “posverdad”: una mentira emotiva (generalmente mediante el discurso manipulatorio de un líder que apela a la indignación colectiva), para distorsionar deliberadamente la realidad, con el fin de moldear la opinión pública e influir en las actitudes sociales.

Ahora bien, lo importante no es por qué miente una figura pública, eso es evidente, sino por qué aceptamos nosotros la mentira como verdad. O, en términos de vida cotidiana moderna, por qué las “fake news” enganchan a tanta gente.

Ya mencionamos lo obvio: obtener un beneficio, cualquiera que sea, pero detrás de ello, lo que en realidad hay es la intención de que la mentira se mantenga como sistema de relaciones en una medida aceptable, porque mostrarse al mundo tal cual uno es puede ser aterrador. De hecho, nos hace sentir completamente vulnerables.

Es decir, llevamos puesta una máscara ante los demás, y las más de las ocasiones ante nosotros mismos, porque no nos gustamos. Nos revestimos de una mentira que necesitamos que los demás crean y ellos a su vez hacen lo mismo. Nos hacemos cómplices.

Mientras más elaborada la máscara, más grande la mentira y, por tanto, más el miedo a ser rechazados y más la fragilidad y la debilidad.

Y esta es la gran verdad de la posverdad.