Fernando de las Fuentes

Un lado te hará más grande y el otro lado te hará más pequeña

Lewis Carroll

Le llamamos destino a los resultados de decisiones, actitudes y acciones que tomamos sin darnos cuenta de nuestras verdaderas motivaciones, es decir, los pensamientos y emociones que las guiaron ni mucho menos de las consecuencias que acarrearían. Y Luego, ante no pocos problemas, nos ponemos a gritar, aunque sea internamente: ¡¿por qué a mí, Dios mío?!

La mayor parte de la vida de cada individuo se compone de causas y efectos. Sobre las primeras se puede, es más se debe, tener el control, sobre los segundos no. Sólo se asumen o no: responsabilidad o irresponsabilidad.

Ese control sobre las causas es lo que se llama libre albedrío. Hay quien opina que siempre se tiene y por eso somos arquitectos al cien por ciento de nuestro destino, hay quien cree que es sólo una ilusión y por tanto no tenemos influencia sobre lo que nos sucede, y hay quien piensa que ambos coexisten.

La tercera opción es, por supuesto, la más lógica, pero no es tan simple. Personalmente creo que hay dos tipos de destino, según su fuente: exotérico (ajeno a nuestra voluntad) y esotérico (producto de nuestras elecciones inconscientes). Este último predomina en nuestras vidas bajo la denominación de locura de Einstein: seguimos haciendo lo mismo esperando diferentes resultados.

El libre albedrío es, por su parte, autodeterminación consciente, por eso en realidad no se tiene hasta que el individuo toma decisiones basadas en un profundo conocimiento de sí mismo y asumiendo de antemano cualquier resultado de las mismas.

En tanto no conozcamos aquello que nos motiva a tomar decisiones, generalmente emociones rechazadas y pensamientos ignorados, no podremos tomar el control de nuestras actitudes y nuestras acciones. No somos internamente libres. Sólo reaccionamos, aun cuando nos encontremos en una disyuntiva que parezca requerir una elección y por ello creamos estar decidiendo.

Dos ejemplos: nuestra vida cambia cuando sufrimos una gran pérdida. La mayor es generalmente la del padre, la madre o un hijo. En el orden natural de las cosas no es algo que provocamos y, desafortunadamente, tampoco algo que nos permita hacer uso de una buena dosis de libre albedrío para que duela menos, sino sólo para resistir, aceptar el consuelo y dejar que el tiempo pase. Este tipo de acontecimientos y los encuentros que tenemos con personas significativas en nuestras vidas son cuestión del destino exotérico. Vivencias que suceden, hagamos lo que hagamos.

No así cuando decidimos la forma en que llevamos nuestras relaciones y cuándo terminan. En estos casos podemos, y debemos, decidir conscientemente nuestra actitud, analizar expectativas, ponderar el grado de participación e involucramiento y finalmente determinar si la relación es buena o no para nosotros. Otra cosa es que no estemos acostumbrados a hacerlo, que sólo seamos reactivos a la forma de ser y de desenvolverse del otro, que creamos que no hay alternativa más que soportar o controlar, que nos sintamos obligados a cumplir paradigmas como el de hacer feliz a otro, ser suficiente para otro, mantener a otro, ser admirable, etc.

Esto no es más que ignorancia sobre nuestra naturaleza, poder, carga de libertad, capacidad de elección, potencial de amor propio, posibilidades de salud mental y emocional e importancia de la paz interior.

La forma en que nos sentimos determinará todo aquello que atraeremos a nuestras vidas y cómo nos relacionamos, y está estrechamente relacionada con la forma en que pensamos. El manejo de ambas, con conciencia de cada una, es el libre albedrío.

En otras palabras, no existe el libre albedrío cuando decidimos guiados por una emoción intelectualmente justificada, sin darnos cuenta de que lo estamos haciendo. O sea, no existe el libre albedrío en la mayor parte de la vida de la mayor parte de las personas.

La libertad requiere conciencia, de lo contrario no es más que una elección producto de un impulso.