Fernando de las Fuentes

“El que tiene razón ha de reír y no enfadarse”
Conde de Riverol

Discutir tiene dos significados básicos. Uno escasamente practicado: examinar atenta y particularmente una materia entre dos o más personas; el otro se ha convertido conceptualmente en la esencia del término: contender y alegar razones contra el parecer de alguien.

Esto es porque discutir en el primer sentido de la palabra es todo un arte… emocional. Efectivamente, no alterarse ni ser vehemente, sarcástico o impositivo es algo que muy pocas personas pueden hacer.

Tratar de entender las razones y motivos del otro requiere ecuanimidad, pero sobre todo humildad para aceptar que podemos estar en un error, porque a eso nos expone escucharlo atentamente, en lugar de estar pensando qué vamos a contestar.

Estamos tan identificados con nuestras creencias, que pensamos que somos ellas, y las defendemos con la furia de un ego inflado, que le niega paso al alma en un simple intercambio de ideas y, aún peor, en una
relación.

Nuestro ego nos dice que ser derrotados en una discusión es perder el poder, al que nos aferramos porque creemos, erróneamente, que nos granjeará directamente el amor que necesitamos, con sus implícitas aceptación irrestricta y valoración, o que lo hará previa prosperidad económica. O, en su defecto, nos garantizará la sumisión y la envidia ajenas, porque el que no sabe perder no sabe ganar, ni acompañar ni estar
acompañado.

Cuando no cedemos nos quedamos solos, al menos respecto de quienes querríamos cerca, porque podemos escuchar atentamente a gente que no es relevante para nosotros, de la que no pretendemos nada, pero nos cerramos ante la gente que nos importa, nos negamos a darle la razón por miedo a ser heridos.

Discutir es ceder estratégicamente, ceder no es perder, es propiciar el acuerdo. Imponernos a “gritos y sombrezos” jamás servirá. Solo provocaremos resistencia.

El que quiere prevalecer sobre el otro y hacerle cambiar de opinión es el ego, no el ser que ama y respeta. Las parejas que constantemente discuten a gritos y se acusan una a otra son dos egos atacando y defendiéndose. Ninguno escucha al otro, pero exige ser escuchado. La pelea sin pacificación –acaloradas discusiones que no llegaron a acuerdos– va creando resentimientos, que son más adhesivos que el amor. Dos personas pueden permanecer juntas toda la vida justo porque se odian, tratando de cobrarse deudas y ofensas entre sí. El amor siempre deja ir, e incluso aleja aquello que lo hiere.

El conflicto que se manifiesta en una discusión proviene de las formas en que se ve uno mismo frente a los otros, en que creemos que ellos nos ven y en que realmente nos ven.

Esto es: “tengo razón, esa es la forma en que me veo; por tanto, tú estás equivocado, porque no coincides conmigo; yo creo que tú sabes que tengo razón y por eso te alteras; en tanto, tú consideras exactamente lo mismo respecto de mí”. Un callejón sin salida.

Esta es una de las maneras más comunes que tenemos para acabar con relaciones amorosas, amistosas, profesionales. Podemos volvernos insoportables.

Curiosamente, todos queremos armonía con los demás. Pretendemos amor, respeto y reconocimientos, sin darlos, puesto que “siempre tenemos la razón”. He conocido gente que ni a punto de morirse acepta un error que sabe que cometió, mucho menos pedir una disculpa.

Saber discutir es escuchar a los demás sin sentirnos atacados, aún cuando nos acusen directamente, para saber qué pasa por sus corazones y su mente, con el propósito de encontrar la mejor forma de dirigirnos a ellos, de manera que se sientan apreciados, para que a su vez estén receptivos a nuestro punto de vista.

Desafortunadamente, para aprenderlo, es necesario adquirir antes la habilidad de parar una discusión acalorada y convertirla en diálogo. eso requiere que no nos tomemos nada a personal. Bájele una rayita y luego otra. pruebe, verá cómo se arreglan muchísimos problemas en su vida.