Fernando de las Fuentes

Hace miles de años, en el siglo 5 antes de Cristo, nació un grupo de jóvenes rebeldes –comandados por el irreverente filósofo Antístenes–, que se dedicaron a rechazar los convencionalismos sociales y la moral comúnmente admitida en la época. Se llamaban a sí mismos “cínicos”.

Estos muchachos, en particular, no se quedaron en un grupúsculo revoltoso; no. Representaron toda una doctrina filosófica. El significado atribuido a la palabra cínico es el de “perro”, porque aspiraban a vivir con la sencillez y desfachatez de los cánidos. El humor y la ironía eran sus mordidas.

Si bien el movimiento no trascendió más allá de su época, sí su denominación: cinismo, porque definió un tipo de rebeldía muy específico, aquel con base en el cual se conforman, época tras época, grupos sociales específicos de contracultura.

Estos grupos son siempre, por la propia naturaleza evolutiva del hombre, conformados por jóvenes, y la motivación de fondo, se justifique como se justifique, es ese desprecio que sienten por la autoridad, en su búsqueda de identidad, desde un ego muy poco pulido, más bien en bruto, tendiente a desarrollar una soberbia que otorga la razón absoluta y una arrogancia que justifica en el fuero íntimo cualquier abuso.

Hay de hecho para este tipo de conducta generacional un cuentecito muy ilustrativo, el del joven que se refiere a su padre como un viejo tonto mientras está vivo, y como un sabio cuando él ha madurado y el otro ha muerto.

Pero como la naturaleza humana es contradictoria, aquel que se rebeló para que las cosas cambiaran, ahora ya no quiere que cambie lo que logró. Se aferra. Deja de adaptarse, de crecer, y es muy probable, por tanto, que su personalidad y sus actos permanezcan arraigados en ese desprecio por sus semejantes que lo impele a la burla (o la fina ironía si hay condición educativa), al “trepadurismo”, la falta de respeto, el abuso descarado, la simulación y la doble moral de quien antepone sus intereses personales a los de los demás, ya sea que lo haga desde una actitud de abierto reto, o una de pretendida pertenencia.

Esto es tan común que se ha convertido ya en el significado extendido del término cínico. Pero no cualquiera puede ser un cínico redondo. La moral lo impide. Así pues, claramente uno de los rasgos psicológicos del cínico es la inmoralidad o bien la amoralidad.

Todos los seres humanos podemos actuar alguno de los aspectos del comportamiento entendido como cinismo. El de rechazar los convencionalismos, por ejemplo. De hecho, deberíamos ser cínicos en ocasiones, para repeler los intentos de manipulación emocional de personas que quieren controlarnos. En esos casos tenemos que afirmar nuestra posición, incluso estando equivocada, porque de lo contrario terminaremos pensando o haciendo lo que otro quiera. El arma más afilada para esta batalla es la ironía.

Hay, sin embargo, personas cuyo estilo de vida es el cinismo, y tienen por supuesto conductas reiterativas muy especiales:

1.- Sostienen mentiras evidentes con una cara dura que anonada al más templado.

2.- Defienden acciones y conductas condenables con argumentos justificativos que pretenden hacerlas pasar como necesarias.

3.- Simulan que no hacen lo que hacen.

4.- Responden con desvergüenza y descaro cuando son descubiertos haciendo de las suyas.

5.- Son capaces de pasar sobre cualquiera para lograr sus fines.

6.- Interactúan con una gran dosis de humor negro (el cual por supuesto no es privativo del cínico, pero sí una de sus actitudes favoritas).

Ahora bien, las características psicológicas de la gente que desarrolla este patrón son, entre las más destacadas:

1.- Narcisismo.

2.- Lejanía emocional respecto de sí mismo.

3.- Grandes carencias emocionales ignoradas.

4.- Ambiciones desmedidas de poder y riquezas para subsanarlas.

5.- Mucha rabia acumulada.

Y bueno, no le ponga nombres. Mejor no señale. Acuérdese de que lo que le choca le checa.