Fernando de las Fuentes

Nadie es libre si no es su propio amo
Séneca

La mayoría de los seres humanos vive y muere sin una identidad propia real; es decir, autodefinida. Hay quien ni siquiera se ha preguntado ¿quién soy? y ¿cuál es mi lugar en el mundo?

Casi todos, sin embargo, hemos respondido a ¿quién eres?, tratando hasta entonces de diferenciarnos de los demás a partir información básica, como nombre, edad y quehacer. Podemos extendernos a una narración sobre parte de nuestra vida e incluso abordar algunos aspectos de personalidad, como gustos, habilidades, virtudes y defectos.

Y sí, ahí hay de alguna manera una identidad, aquella que construimos para que los demás nos reconozcan, y que vamos modificando a conveniencia. Está hecha para encajar, pertenecer y tener un lugar específico en la colectividad.

Y es que la identidad, antes que nada, es el conjunto de características de un colectivo: raza, nación, clase social y familia, entre otros ámbitos de pertenencia del ser humano; y después un constructo personal, que nos singulariza entre los demás.

Sin embargo, el colectivo controla el proceso de singularización, censurando los rasgos y conductas personales que ponen en riesgo su cohesión y/o la autoridad de los líderes. La vía privilegiada es dictarle a cada uno de sus miembros quién debería ser, qué tendría que creer y presionar para que se colme el modelo.

Así pues, la identidad personal o singularidad se forma necesariamente en interacción con los miembros del colectivo. En la familia, por ser el grupo más importante, cercano y pequeño, los procesos identitarios son muy comprensibles para todos.

Los niños y los jóvenes van formando sus identidades en pro o en contra de las personalidades de sus progenitores, padres o tutores. Son muchos los factores que intervienen en estas elecciones inconscientes. A su vez, los responsables de educarlos, procurarlos y protegerlos lo hacen en una variedad de formas que se encuentran entre dos polos: demasiada libertad o férreo control. Tienden a intervenir poco o nada en el proceso de singularización, o consideran que deben dirigirlo. El justo medio es resultado de un aprendizaje; no de un talento.

Pero la formación de la identidad personal va más allá de singularizarse con o sin control ajeno. Se trata de saber lo que somos más allá de nuestra pertenencia a cualquier colectivo, y eso puede llevarnos a dejar de pertenecer, una perspectiva aterradora, sobre todo para quienes solo tienen una identidad: la falsa, la modelada por otros. Esa es el ego, por cierto. Todos debemos tener uno, pero también un ser auténtico, para ser plenos.

Esta identidad falsa no tendrá otro propósito que complacer a los demás para seguir perteneciendo y/o combatir contra otros para no ser desplazado del grupo de pertenencia ni del lugar específico que se cree tener, con base en lo que los demás consideran que deberíamos ser o somos.

Esta es la dinámica que encontramos en muchos ambientes sociales y laborales, proveniente en principio de un conflicto en la interacción familiar, que comienza entre los padres o responsables de la crianza, con el sistema de recompensas: cuándo te doy y cuándo no, amor, aceptación, dinero, estímulo, reconocimiento, orientación, atención, pero también regaño, castigo y límites.

Cualquier desproporción en estos factores creará confusión en los jóvenes, que podrán ir del extremo de creerse merecedores de todo lo bueno sin ganárselo o de todo lo malo solo por haber nacido. Esto a su vez influirá enormemente en su proceso de singularización o formación de identidad y la manera en que lo transitan.

Pero lo definitivo es que la verdadera identidad, la que no está formada de características mutables y corresponde a nuestra autenticidad, únicamente puede encontrarse en la autosuficiencia; es decir, cuando somos capaces de romper los vínculos de dependencia primaria, mental, emocional y económica de cualquier colectivo, y reinsertarnos en el mismo, o en otro, desde ese lugar de libertad y poder que solo la autonomía puede dar.