Fernando de las Fuentes
No hablemos ya de ser feliz. Palabras mayores. Si usted quiere estar medianamente tranquilo, aléjese de los infalibles, esos narcisistas que nunca se equivocan, no aceptan críticas, combaten a muerte en un debate o ni siquiera entran en él, para no arriesgarse a perderlo, y desvían el tema con argumentos falaces.

Un narcisista siempre está representando a un personaje digno de admiración o incluso adoración, pues ama ser llenado de flores y cumplidos. Exigirá a aquellos sobre los que tiene poder que miren solo su reflejo hermoso, no directo a su persona, que no lo cuestionen, que hagan lo que ordena y que le aplaudan.

No habrá en la vida de las personas que lo rodeen, y decidan quedarse en su esfera de influencia emocional, tiempo para sí mismas. Tan demandante es, que no les dará oportunidad ni espacio para darse cuenta de las mentiras que un narcisista necesita elaborar para construir esa imagen de infalibilidad con que se presenta a los demás, pero sobre todo a sí mismo.

El narcisista es inmaduro porque necesita, ante todo, mentirse a sí mismo. Y como nunca se equivoca, los demás tienen la culpa de todo. Es irresponsable no solo respecto de errores que no admitirá jamás haber tenido, sino en sus críticas a los demás, que serán siempre tramposas y destructivas, orientadas a manipular emocionalmente a sus ciegos adoradores, narcisos a su vez, para cubrir cualquier rastro de la propia falibilidad, cualquier imperfección en su imagen.

Quien se adora a sí mismo tenderá a ser un megalómano: el gran salvador, el magnánimo, el héroe o el más sabio, hábil y experto; al mismo tiempo podría -se dan no pocos casos- pretender que su “grandeza” radica en ser el más humilde y amoroso de los servidores.
En cualquier situación en la que tengamos que enfrentarnos o soportar a un infalible -la casa, la oficina, un lugar público- siempre intentará hacerse con el poder, pretendiendo que con ello tendrá la razón. Falacia que no pocos creen incuestionable.

Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, considera que la humanidad padece hoy una extraña epidemia de infalibilidad. Y ha dicho también -cosa que ha quedado muy clara ya en todo el mundo- que la política determina quién tiene el poder, no quién tiene la razón.

Mientras más poder, más infalibilidad. Es la regla del narcisista, en cualquier actividad a la que se dedique, porque no tiene que ver con esta, sino con su ego, que se defenderá más a medida que más destaque, porque habrá ciertamente más personas juzgándolo y, aquí está la clave, con la misma o más saña que él o ella utilizó para atacar a esos o a otros enemigos. Se trata de una proyección. El inmaduro pone en el otro sus propias intenciones. Por eso tiene tanto miedo. Es, además, un sociópata: lo que está permitido para él, no lo está para los demás.

Lo que cree su fuerte, es realmente su talón de Aquiles: el infalible no mejora, no progresa, porque no comete errores, imprescindibles para aprender, cambiar, trascender y conseguir lo que se pretende.

El infalible, extrañamente, piensa que si no admite sus errores es más fuerte y tiene mayor control sobre sí mismo y los demás. Mientras los otros se van dando cuenta de la realidad, él sigue protegiendo su ego, como en esta reveladora cita del humorista Dave Barry: “Discuto muy bien. Pregunten a alguno de los amigos que me quedan.

Puedo ganar una discusión sobre cualquier tema, contra cualquier oponente. La gente lo sabe, y me evita en las fiestas. A veces, como signo de gran respeto, ni siquiera me invitan”.

Los narcisistas son muy comunes. En realidad, proliferan. Si usted no tiene un narcisista en su vida, es porque quizá sea su propio narcisista.