Fernando de las Fuentes

La lealtad siempre sigue el camino recto

Charles Dickens

Hay una delgadísima línea entre lealtad y complicidad que todos hemos cruzado alguna vez. A tan solo una justificación de distancia está el apoyo que le damos a las personas en las que hemos depositado afecto, confianza y fe, de la cooperación, por acción u omisión, en acciones dañinas que cometen contra otros.

Mientras la lealtad requiere para ser tal que la tengamos primero hacia nosotros mismos, la complicidad implica una autotraición, de la cual obtenemos algún beneficio, directo o indirecto, atestiguando e incluso celebrando en silencio o participando insidiosa o activamente en un acto dirigido a perjudicar a alguien.

Me refiero por supuesto a la acepción negativa de complicidad, esa que disfrazamos de lealtad para no lesionar nuestra autoimagen, aceptando que somos capaces de ciertas mezquindades; a menos, por supuesto, que seamos amorales y entendamos perfectamente bien el daño que causamos y lo queramos causar.

Así pues, cuando en la balanza interior pesan más las emociones de vibración negativa que la congruencia interna, como celos, envidia resentimientos y miedos, preferiremos acallar la voz de la conciencia del corazón y le daremos predominio a la que rige el raciocinio, la justificadora. Entonces, no dudaremos en apoyar por propio interés daños y traiciones a otros en nombre de una lealtad falseada.

A nadie le gusta ser el villano del cuento, el deshonesto, el malandrín. A nadie, pues, le gusta ser el rechazable. Así, disfrazaremos la complicidad de lealtad siguiendo un proceso mental que comienza con el autoengaño: por supuesto nosotros somos los buenos, por tanto, somos los leales y tenemos la razón. Para ello, nos negaremos a ver la injusticia, acusando a la persona de merecer ese daño que a nosotros nos beneficia. No querremos recibir información que contravenga nuestra creencia. Estaremos dispuestos incluso, si no lo hemos hecho antes, a odiar a ese otro, la mala persona.

Recordemos que la razón siempre ofrece el beneficio de la duda, pero la emoción le cierra el camino, estableciendo como verdad su propia naturaleza, y si ésta es de vibración negativa, la única solución que tendremos a nuestro alcance para evitar un derrumbe de nuestra autoimagen serán actitudes y acciones de la misma frecuencia, pero configuradas para justificarnos.

Por ejemplo: si pasamos ante los demás como personas ecuánimes e incluso espirituales, exageraremos nuestras expresiones de magnanimidad ante aquellos a los que despreciamos y respecto de las conductas que en realidad reprobamos; si no aspiramos a tanto, aunque no queremos parecer celosos o envidiosos, tiraremos por ahí, como casualmente, un comentario descalificador para manipular, o definitivamente seremos chismosos, subrepticios, criticones y/o vehementes.

El objetivo es desviar la atención, empezando por la propia, del beneficio personal que estamos obteniendo con el daño que una persona le hace a otra. Por eso llegaremos a creer que está perfectamente justificado o incluso que no existe.

Así, olvidaremos el segundo requisito de la lealtad: nunca se da en desacuerdos o pleitos personales. No hay bando que tomar cuando dos personas tienen un desencuentro, porque siempre habrá dos versiones y en ambas algo de verdad.

El mejor apoyo que podemos dar a quien creemos deberle lealtad es no enredar más las cosas, no hacer comentarios y mucho menos descalificar a la otra persona, porque en ese momento hemos rebasado el nivel de la empatía, es decir, la capacidad de sentir las emociones del otro sin que nos ahoguen, y nos habremos apropiado de un problema ajeno, volviéndonos cómplices del daño.

Sabiendo esto, recordemos la tercera y cuarta reglas de la lealtad: 3) es una cuestión del corazón y del alma, que no le desean daño a nadie; 4) si no atendemos su advertencia, la vida nos pegará una sacudida, probablemente recibiendo el mismo daño o traición por parte de la persona a la que apoyamos, porque cuando acallamos la conciencia, apagamos también nuestros mecanismos de alerta.