Fernando de las Fuentes

Imagine exactamente lo que quiere, para que pueda conseguirlo. Una gran verdad, sin duda. Se hace a través del proceso mental de intención-atención-concentración, que crea nuestra experiencia de vida. Donde ponemos el ojo mental, generamos realidades materiales e inmateriales.

Pocas veces nos damos cuenta de qué hicimos mentalmente cuando cumplimos un propósito, y casi nunca estamos conscientes de la forma en que provocamos lo que nos pasa, bueno o malo.

Por ejemplo, si dedicamos buena parte del día a darle rienda suelta al miedo, lo que tememos sucederá, porque estamos concentrados en eso y nos ubicaremos en el lugar y el momento precisos para vivir la experiencia.

Como la mente lleva la batuta en la orquesta de nuestras vidas, prácticamente sin intervención de nuestra voluntad, porque ignoramos cómo funciona, casi todos vamos por la vida preguntándonos por qué a mí, cada que nos pasa algo que consideramos malo.

Y nos pasa debido a que somos capaces de imaginar detalladamente aquello que no queremos que suceda en nuestra vida, pero casi nunca creamos imágenes precisas de lo que sí deseamos, porque esto requiere un proceso consciente en la mayoría de los casos. Las excepciones son aquellas en las que nos obsesionamos por un logro en particular, de manera que echamos a andar la maquinaria del subconsciente para que se dirija hacia allá.

El error básico consiste en generalizar, proceso mental que solo debe ser una etapa del razonamiento, no su hogar. “Quiero sentirme seguro(a)”, “quiero ser feliz”, “quiero tranquilidad”, “quiero una buena pareja”, “quiero estar saludable”, “quiero tener mucho dinero”, “quiero no tener que preocuparme por mis hijos”, y añádale “quieros” sin una sola precisión.

Nuestras generalizaciones nos paralizan y estancan. Casi nunca definimos de qué están compuestos todos esos deseos. Saberlo es el principio para encaminarnos hacia su logro paso a paso.

¿Qué situaciones y relaciones me dan seguridad, felicidad y tranquilidad?, ¿qué características debe tener una buena pareja?, ¿qué necesito para estar saludable?, ¿cuánto es mucho dinero y qué hay que hacer para tenerlo?, ¿cómo debo educar a mis hijos para no preocuparme por ellos?, o quizá ¿qué debo hacer para no convertir la preocupación en una actividad mental dominante y desgastante?

Generalmente no lo sabemos. Esta frase es un ejemplo de para qué sirve la generalización: hacer una afirmación sobre algo que nos es común a muchos o a todos, como punto de partida para un análisis detallado del contenido de la generalidad, que nos revele información valiosa. 

Las generalizaciones hechas pasar por verdades absolutas son muestra de gran ignorancia, porque generalizar es solo el principio del conocimiento, no la conclusión. Convertimos la experiencia en una idea de cómo funcionan las cosas, y a partir de ahí investigamos. 

Hay dos tipos de generalización: incompleta (casi siempre, por lo regular) y completa (siempre, nunca, todo). Los seres humanos usamos esta segunda para convertirla en creencia, esté bien o mal fundada, ya que la primera siempre deja un espacio de duda, no permite la contundencia, por tanto, no nos da la razón completa, que es lo que buscamos en una discusión.

Creemos y decimos cosas como: “todos los hombres son iguales”, “todas las mujeres son complicadas”, “todos los jóvenes son rebeldes”; afirmaciones cuyas excepciones son tan numerosas que en realidad podrían ser la regla.

Es común, por otra parte, que quien refuta una generalización intente anularla con solo una excepción. Esto se llama falacia casuística, y solo impacta el ánimo de quien se aferra a una creencia más allá de lo saludable.

Las redes sociales están llenas de ejemplos de confrontaciones entre la generalización y la excepción como verdades absolutas en ambos casos. Nuestro apego a tener la razón nos impide ver el detalle o nos estaciona en él, y esto, a su vez, nos estanca en la vida, porque obstruye el ejercicio imaginativo que creará la realidad que deseamos.