Fernando de las Fuentes

La importancia del drama en la psique humana es inmensa e insustituible. Lo que el drama nos da es nada más ni nada menos que sentido de vida, ya sea que nos parezca horrible, bella o, paradójicamente, ambas.

El drama es el oxígeno de las emociones, que son la sal y la pimienta de la vida. Sin ellas, existir no tiene sabor ni color. A lo largo de su historia, el ser humano ha buscado incontables formas de dar intensidad a sus emociones, cualesquiera que sean éstas; sin contar al amor, el único sentimiento que nos recuerda nuestra naturaleza divina, pero que, por cierto, en nada se parece a lo que creemos que es ni, obvio, a los edulcorantes emocionales que usamos para sustituirlo.

No hay nada que dé más intensidad emocional que la imaginación desbordada en drama, las imágenes mentales de escenas y situaciones donde se es la víctima, el justificado victimario, o el héroe salvador.

O sea, son los pensamientos los que detonan poderosas descargas hormonales que se convierten en esa excitación emocional que conocemos como “sentir que estamos vivos”, más intensa mientras más intrincado sea el drama de nuestra vida, que no solo provendrá de la alegría y el dolor con que hayamos transcurrido nuestras infancias, sino del drama con que nuestros padres hayan construido su propia vida.

Cuando el drama se convierte en melodrama, la vida suele arruinarse, porque estará llena de mucho más dolor y carencias que de alegrías. Nace el proceso que conocemos como adicción, que, leve o severa, reconocida o no, toma el control de parte o de toda nuestra vida.

Así se desarrolla: una vez que se ha conocido un tipo específico de excitación, la intensidad de la sensación comienza a menguar. Para la mente ya es algo conocido, y mientras más conocido, menos potente. Pero la emoción y el cuerpo quieren más, así que aumentan las dosis de aquello que la provoca: sustancias, juego, peligro, deporte y drama, pero no tienen el mismo efecto y sigue la sensación en picada.

Sin embargo, física y emocionalmente nos hemos habituado a la descarga hormonal y/o la presencia de tóxicos externos, hemos creado una dependencia, de manera que la abstención duele y este malestar dispara la compulsión: inevitablemente hacemos o consumimos cada vez más seguido aquello que nos da excitación y nos concentramos en ello para que nunca nos falte, a lo cual se le llama obsesión.

Así, compensamos y alejamos el gran dolor y la gran tristeza de nuestro melodrama. No de nuestra vida, no. Sino del melodrama con que la representamos en nuestras mentes.

Nosotros mismos provocamos la manera en que nos sentimos. A todo pensamiento sigue una emoción. La calidad de nuestros pensamientos determina la de nuestras emociones. Dígame cómo se siente y le diré que piensa. O sea, somos los responsables, aun cuando se trate de una reacción a lo que otros hacen cuando interactúan con nosotros.

Y he aquí: la relación con otros, en codependencia, de complicidad, enamoramiento u odio, lo que produce una excitación que no mengua. Por eso las relaciones destructivas duran tanto.

Hoy en día, sin embargo, existe otra fuente de melodrama no solo inagotable, sino colectiva y compartida masivamente, de manera que podemos retroalimentarnos unos a otros: las redes sociales, la adicción de esta era, ideales para “ponerse malote”.

En todo caso, somos dueños de la emoción, de cualquiera que nos produzca bienestar o malestar, porque somos dueños del pensamiento que la produjo, estemos o no conscientes de él. Si perdemos esto de vista, perdemos el poder sobre nuestras vidas y se lo damos al drama, lo cual es el común denominador.

Generalmente estamos identificados con lo que sentimos porque no sabemos que proviene de un pensamiento, y porque no conocemos ese pensamiento específico.