Fernando de las Fuentes

Todo cuanto existe tiene dos polos: positivo y negativo. Eso es lo que es. En el universo nada es un problema… hasta que interviene el ser humano para crearlo, percibirlo y a veces resolverlo. Y sí, esta conducta tiene también dos facetas: transforma lo malo en bueno y viceversa. 

Generalmente, viceversa. 

Como cualquier cosa, este es el caso del drama, esa forma de interpretar y recrear la realidad que nos permite conmovernos y realizar desde pequeñas hasta grandes proezas, o hacernos y hacerle a los demás la vida miserable, o sea, el viceversa.

Todos hacemos drama, nadie se salva. Los más fríos y objetivos tienen su propio drama oculto. Sin drama no habría arte ni se manifestarían las más grandes cualidades del ser humano, como la generosidad, el sacrificio, la solidaridad e incluso la risa. 

Que no seríamos humanos, vaya. En el drama está la humanidad. Hay maneras muy simples de detectar el drama en nosotros mismos: cuando discutimos mentalmente con gente 
ausente, juzgándola, humillándola o vengándonos de ella, estamos haciendo drama; lo mismo que cuando nos imaginamos protagonistas o héroes de una situación, el muerto lloradísimo, o el laureado del evento, el sufriente de una pérdida, el objeto de una injusticia, tanto si nos vemos víctimas o como victimarios.

No hay mente, y por tanto realidad, en la que no sucedan estas cosas. De ahí saca cualquier escritor su material, cualquier cineasta su película y cualquier humorista su material, porque al fin y al cabo la comedia es una 
visión particular del drama.

De ahí, también, saca cualquier manipulador las actitudes y los argumentos con los que pretende mangonear a los demás. A esos es más fácil reconocerlos (si no somos los mangoneados), por aquello de la viga en el ojo ajeno. Son los drama “Queen” y “King”, los melodramáticos, los que solo están bien cuando hablan de lo mal que van las cosas, especialmente las suyas. Siempre ven el lado malo y si opinas diferente, estás en contra de ellos.

Se lo toman todo a personal, tienen “la piel muy delgada”, amanecen con una queja en la boca y encuentran un obstáculo para toda solución. Culpan a los demás por lo que hacen o no hacen, son extremistas y quieren arreglar todo a gritos y sombrerazos o con llanto.

El melodrama es adictivo. Hay quien no puede vivir sin él porque produce hormonas y emociones que nos hacen “sentir vivos”. Pero, todos caemos en el drama alguna vez en nuestra vida, o hemos vivido en él sin darnos cuenta.

Tan sencillo como el hecho de que todos tenemos o hemos tenido pareja, y la vida en pareja es el caldo de cultivo del melodrama, que protagonizamos intercambiando roles en el “triángulo dramático” descrito por el célebre psicólogo Stephen Karpman: el rescatador, la víctima y el perseguidor o victimario. Al menos uno de ellos ha sido cualquier ser humano que se haya relacionado amorosamente bajo los paradigmas predominantes del amor. Y hemos sido todos.

Solo que el adicto al drama es el que no se sabe separar; sigue buscando, escribiendo, insultando, reviviendo dolores y alegrías, preguntando por qué no pueden ser las cosas como antes, cuando, por cierto, el melodrama prevaleciente dio al traste con ellas.

No se trata de evadir el drama. Se trata, como en todo, de sublimarlo, sin exagerarlo, tal cual hacen los poetas (embellecerlo, pues), y luego transmutarlo, para darle soluciones a los problemas que hemos creado identificándonos con él. 

Exacto, se trata de desidentificarnos. De discernir entre lo que es, o sea la objetividad, y lo que queremos que sea, la fantasía, que siempre es drama. Se supone que la vida es una preparación para aceptar lo que es, a través de reconocer lo que no es.

Si usted no ha llegado a la paz interior en este ejercicio de discernimiento, entonces sigue instalado en el drama.