Fernando de las Fuentes

Infancia es destino

Santiago Ramírez

La relación que tuvimos con nuestros padres en la infancia es la pauta de nuestra interpretación del mundo en la adultez. Como nos trataron y se trataron entre sí trataremos a los demás.

Por supuesto, aunque nos conduzcamos como adultos a partir de una programación de infancia, podemos cambiarlo, y de hecho debemos hacerlo, porque esa es una de nuestras misiones de vida: mejorar en nuestra persona las versiones de lo que fueron para nosotros padre y madre o sus sustitutos.

Desafortunadamente, muy pocos seres humanos recurren al trabajo interior necesario para sanar sus heridas, transformar sus percepciones y cambiar sus circunstancias. Por eso, frecuentemente nos topamos con maltratadores, personas que en realidad le han entregado el dominio de su vida a sus mecanismos de defensa.

El principal de ellos es el de ataque; o huida cuando consideramos perdida de antemano la batalla. Si, desde nuestra percepción, padre y/o madre nos abandonaron, humillaron, descalificaron, traicionaron o sometieron a injusticias, haremos lo mismo con los demás, pues imperar sobre otros de la manera en que lo hicieron sobre nosotros será el objetivo central en la vida, aunque generalmente estará oculto para nosotros mismos, porque de ser conscientes de él nos veríamos obligados a cambiarlo.

Para la psique esta lucha por el dominio es literalmente de vida o muerte: humillamos o seremos humillados, abandonamos o seremos abandonados, descalificamos o seremos descalificados. No hay más. El déspota fue ya despotizado y el que hace la guerra la lleva dentro.

Liberarse de este destino es posible solo para quienes toman conciencia de que pueden adquirir la riqueza emocional necesaria para dejar de pagarle a los demás con la misma moneda, y recurrir a divisas que tengan más valor y utilidad al momento convivir con adultos que siguen en guerra con sus padres y, por tanto, con los demás y con la vida.

Esto puede ser difícil cuando se trata de personas con poder, pues a diferencia de lo que solemos creer, el dominio sobre otros seres humanos no las hace más fuertes; de hecho, las vulnera, las debilita y las aisla emocionalmente, porque siempre tendrán miedo de perderlo.

El poder sobre otros y sobre uno mismo implica responsabilidad, respeto y empatía, cualidades que conllevan disponibilidad emocional, la que pocas veces está presente en las personas que maltratan a otras, pues en la guerra que para ellos es la vida, y en cualquier otra que el ser humano emprenda, las emociones serán apagadas por la psique. Éste es el segundo mecanismo de defensa de las heridas y traumas de la infancia.

Y ciertamente, como tratamos a los demás nos tratamos en lo íntimo. En la guerra personal, somos el principal enemigo, por no ser como papá y mamá querían que fuéramos. Sus voces, sean descalificadoras, humillantes y déspotas, o amorosas, validadoras y alentadoras, son las que siguen operando en nuestra mente cuando tratamos de vernos a nosotros mismos.

Y aquí está la clave del autoconocimiento: se trata de apreciarnos con una mirada propia, que es la única que nos permitirá amarnos. Todos necesitamos vernos con amor, y hemos creído que ese amor vendría de nuestros padres, pero en realidad ellos nos amaron como pudieron, no como lo necesitamos.

La única mirada amorosa a nuestra medida solo puede ser la propia, tampoco la de nuestra pareja y ni siguiera la de los hijos, que seguramente será tan desproporcionada como lo fue la nuestra hacia nuestros padres, para bien o para mal.

Este encuentro con uno mismo, para poder crearnos como un ser nuevo, requiere por supuesto erradicar de la psique las miradas de papa y mamá; subsecuentemente, los juicios de que fuimos objeto a partir de ellas.

La verdadera paz proviene del cese de la guerra interna que hemos venimos sosteniendo con el pasado, y la liberación del miedo a perder nuestro poder personal y el que tenemos sobre los demás.

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