Si la ansiedad es el malestar del hombre moderno, la angustia lo es del hombre de todos los tiempos. Hoy, frecuentemente van de la mano, prácticamente indistintas, en una combinación que crea no pocos de los más conocidos cuadros clínicos de enfermedades mentales.

La angustia es de esas perturbaciones emocionales que nadie quiere sentir. Junto con el miedo y la envidia, suele ser justificada, en lugar de aceptada. Hay otras que se vuelven adictivas, como la ira, el odio, la tristeza, la melancolía e incluso el resentimiento, pero la angustia está entre las consideradas emociones “basura”, como si no sirviera para nada. Sin embargo, es la más útil de todas. 

La angustia, a diferencia del miedo y la envidia, no está en el catálogo social de las emociones que no hay que sentir, porque ni siquiera la identificamos. Es la perturbación “fantasma” y, sin embargo, la única que no nos abandona a lo largo de toda nuestra existencia.

Porque existir angustia. He ahí el origen de tal perturbación: la propia existencia. La angustia es el acicate de la adaptación, el motor de la evolución. Nos impulsa a movernos hacia la satisfacción de nuestras necesidades básicas, físicas y síquicas, primero; a la consecución de nuestras metas intelectuales y espirituales, después. 

Por eso no nos abandona nunca, desde que nacemos hasta que morimos. Es nuestra eterna compañera y, aunque no lo podamos creer, nuestra mejor amiga. 

Dice Jean Paul Sartre, uno de los filósofos más eminentes en la historia de la humanidad, que el hombre es angustia. Así de omnipresente es este acicate de cambio. 

Cada vez que creemos estar alcanzando nuestra paz mental definitiva, nuestra seguridad inamovible, nuestra justa autoestima o cualquier otra cosa en la que estemos trabajando personalmente, ¡zas!, se presenta la angustia para dar al traste con todo. ¡Hora de moverse!

Hay diversas visiones acerca de su origen y su naturaleza. El rabino Yehuda Berg, orador internacional y autor de diversos libros, dice que la angustia del hombre moderno pasa necesariamente por la depresión y la baja autoestima. Para la filosofía su raíz está en la ausencia de sentido de vida, para el sicoanálisis es producto de un conflicto interior y para la sicología, resultado de la falta de motivación o deseo en la vida, pues la sensación predominante es de vacío.

El vacío de la angustia es lo que frecuentemente se confunde con sed y hambre. La angustia es la más perniciosa inductora de adicciones. Todo lo que llene ese vacío nos será útil, antes que identificar, reconocer y aceptar la angustia, pues no sabemos qué hacer con ella. Juego, compras, drogas, comida y bebida en exceso, sexo; toda compensación instantánea que calme por momentos esta perturbación emocional se convertirá en el objetivo de nuestro día a día. Estaremos, así, ajenos a la verdadera vida.

Personalmente, creo que su origen es multifactorial, pero su naturaleza es invariable: permanecerá ahí mientras nos neguemos a movernos. El asunto es hacia dónde. Hay dos vías: dentro y fuera; un solo destino: el descubrimiento. Este es el único satisfactor efectivo de la angustia. Hay que darle constantemente descubrimiento. 

En cuanto nuestra necesidad innata de descubrir se enfrenta a nuestros juicios, miedos, rigideces mentales, creencias erróneas, zonas de confort y en general todo aquello que nos limite, aparecerá invariablemente la voz de la conciencia, la angustia, para decirnos “¡sal de ahí!”.

Por eso, tanto al interior, como al exterior, hay que abrir la mente, cada vez más, como los bebés y los niños hacen mientras crecen, satisfaciendo su curiosidad, sin saber lo que van a encontrar, sin juicios y sin miedo, con sorpresa, alegría, entusiasmo e inocencia (que no ingenuidad). Y no es fácil, porque la condición es que no sepamos lo qué hay adelante. Si nos gana el miedo, viene la angustia.