Fernando de las Fuentes

La desconfianza, como premisa básica de nuestras relaciones, nos cierra el corazón, y quien va por la vida con el corazón cerrado, va siempre solo, aunque esté permanentemente acompañado.

Una moderada desconfianza, para no ser ilusos, es siempre sana. Una ligera sospecha, para evitar peligros y engaños, es más que necesaria. Pero desconfiar como una constante, e incluso como una norma de vida, y sospechar por tanto de todo y de todos, es el camino recto a la desolación.

La desconfianza es uno de nuestros mecanismos básicos de defensa y tenemos a disposición tanta como necesitamos. Si vivimos en modo defensa, tratando de proteger nuestras heridas de infancia en lugar de sanarlas, seremos básicamente desconfiados.

Si, por el contrario, hemos gestionado emocionalmente nuestro pasado, hemos madurado y ganado seguridad personal, confiaremos como regla y nos involucraremos en relaciones profundas, del alma, con parejas, amigos y hasta extraños.

La desconfianza sana es siempre cautela, prudencia; la “neurótica”, aquella que se vuelve una forma de vida, no es otra cosa que el miedo de nuestro niño herido, que se siente indefenso, y cuya voz sigue conduciendo nuestros pensamientos, emociones, actitudes y conductas en la adultez.

No es poco común que los padres, tratando de proteger a sus hijos, les hayan inculcado que no se puede confiar en nadie. Quizá ellos mismos lo vivan así, o simplemente reproduzcan un cliché educativo que a la larga se convierte en profecía autocumplida. Lo mismo pasa con la arraigada idea de que la vida es dura, dolorosa e ingrata. A fin de cuentas, el mundo es como lo ves.

Todas esas creencias van reforzadas siempre con relatos estremecedores, que infunden miedo porque, en el aprendizaje de vida, el ser humano responde primordialmente a la emoción y escasamente a la razón. Pero el mensaje es simple: ¡protégete!

Lo que determina las actitudes, conductas y formas de interpretar nuestras experiencias es una mezcla de pensamientos, emociones e imágenes mentales que interactúan entre sí, conformando creencias, con base en las cuales armamos expectativas de vida, es decir, ideales de lo que debiera ser, que, cuando no se cumplen, reafirman nuestro vaticinio de que no se puede confiar en nada ni en nadie.

Esta fórmula, por supuesto, funciona también en el lado opuesto: nuestros pensamientos, emociones e imágenes mentales nos llevan a confiar, y el resultado serán actitudes, conductas e interpretaciones que nos confirmarán que la gente y la vida son confiables.

En ambos casos se llama congruencia: pensamos, sentimos, imaginamos y, evidentemente, actuamos en el mismo sentido. Desafortunadamente, somos más congruentes para miedo que para el amor, pues el primero es emoción más poderosa, perturbadora y difícil de gestionar, mientras el segundo es el aprendizaje más difícil de vida.

Hay, ciertamente, siempre incluido el miedo, más razones por las cuales la gente desconfía. La primera suele ser la proyección, es decir, el desconfiado suele ser una persona desconfiable. Entre estos encontraremos a los hostiles, los acusadores constantes y los críticos pertinaces.

La segunda es que guardan secretos o esconden hechos cuyo conocimiento por parte de otros efectivamente les causaría un daño real, comenzando por el rechazo. Entre ellos veremos a los que guardan fría distancia, los evasivos, los herméticos.

La tercera es la necesidad de control, debido a su, generalmente, muy bien escondida inseguridad. En este último caso se encuentran quienes se hacen responsables de lo que nos les corresponde, los autoritarios, los que supervisan constantemente a los demás y los que siempre saben cómo.

Todos los seres humanos vivimos para conectar con otros, no en simple coincidencia de gustos, complicidades, momentos compartidos, enamoramiento o satisfacción de nuestras necesidades, sino a un nivel más profundo, en un encuentro de almas que se vuelve prácticamente imposible cuando existe desconfianza como premisa básica de las relaciones.

Sin esa conexión, la vida nos pasará de largo.