Fernando de las Fuentes

Nada más destructivo para cualquier tipo de relación que el silencio de un pasivo agresivo porque cancela cualquier posibilidad de comunicación y, por tanto, de solución.

El silencio, dosificado o completo, para castigar o manipular, es violencia, la más devastadora psicológicamente, porque se recibe de lleno, pero no se identifica. Es confusa, frustrante y desesperante para quien la padece, que se queda totalmente indefenso. Es tan difícil identificarla, que cuando lo hacemos ya llevamos años siendo objeto de ella. Lo peor es que, hasta cierto punto, es autoinfligida, pues dura mientras estemos empecinados en oír las razones del otro, saber lo que pasa en su mente y su corazón.

Lo único peor que saber lo que uno no quiere saber, es no saber lo que uno quiere saber.

No pocos de nosotros conocemos el silencio como arma, especialmente el total. Es común en las familias, por ejemplo, en parejas que pretextan “no afectar” a los hijos con explosiones temperamentales, pero callar se va extendiendo a todo el sistema familiar, y se convierte en una forma de aislamiento, abandono y, en general, maltrato.

Hay que tener cuidado, sobre todo, con el silencio dosificado, que puede destruirnos sin que apenas nos demos cuenta de qué y cómo pasó. Si el silencio total rompe toda comunicación, el dosificado la lleva a un terreno de arenas movedizas, en el que aquel que sí se comunica se hunde cada vez más.

Hay varias formas de silencio dosificado. Hay quien deja que el otro hable, hace preguntas, “saca” información. Podría parecer interesado genuinamente, pero su mirada, durante la “conversación”, se nubla de pronto o, por el contrario, muestra un brillo perverso. Algo nos produce escalofríos y nos grita por dentro “¡cállate!”, pero ya es demasiado tarde: han tomado las medidas de nuestro ataúd.

Una forma más es la de no revelar información porque “es mejor” para el otro no saberla. Esto se da mucho entre las parejas. Aquel al que se le ha ocultado algo termina sintiéndose defraudado, engañado. ¿Quién puede decidir por nosotros lo que queremos o debemos saber o no saber? En realidad, el que esconde se esconde.

También hay silencio dosificado cuando alguien rompe de pronto la comunicación, pretextando cualquier cosa. Nos “deja a medias”. Luego la retoma, en el momento en que desea, estemos o no preparados para concluirla. De hecho, preferirá hacerlo cuando sienta que estamos desprevenidos.

Igualmente, puede suceder que uno de los comunicantes impone un veto sobre determinado tema, con o sin justificación. Evade el asunto o se niega a dar detalles, a sabiendas de que está afectando a quien desea saber.

El silencio dosificado se distingue del silencio sano y conveniente en que es una práctica regular, utilizada para causar desconcierto y desarmar al otro. Se alterna con una comunicación aparentemente normal, pero se intuye que algo no anda bien, que algo se oculta sin una razón justa. Como esto es sutil, preferimos a nuestra vez callar, de lo contrario podríamos ser acusados de desconfiados, paranoicos o controladores.

El silencio dosificado es el clásico contexto de los malentendidos, en los que solo una de las partes -la manipulada- es la que está mal, la que no tiene las cosas claras, la que se equivoca. El maltrato del silencio insensibiliza. Usted podrá detectar a quienes lo han sufrido entre aquellos que permanecen impávidos ante el dolor de otra persona o de un animal.

Dosificado o completo, el silencio perverso es un intento de doblegar la voluntad del otro. Es realmente una actitud infantil, pulida como arma desquiciante a lo largo de los años. Esto es porque se presta para cualquier interpretación, y quien lo sufre, sufrirá también una lluvia de interpretaciones que lo atormentarán en tanto no comprenda que no hay un significado válido, sino una intención de dañar o someter.