Fernando de las Fuentes

La conciencia que nos permite trascender nuestras limitaciones es un acto de voluntad, esencial al alma. El ego no la tiene; actúa por impulsos de corto o largo alcance, según explotemos o nos obcequemos.

Hay diversas acepciones de la palabra conciencia que describen un acto cognitivo superficial, como: sentido moral o ético que permite enjuiciar; conocimiento espontáneo y más o menos vago de una realidad, o actividad mental que lleva a sentirse presente en el mundo y en la realidad.

Digo que estos significados son superficiales, porque para adquirir esa clase de conciencia no necesitamos otra cosa que el piloto mental automático. Apenas hay que poner atención para interiorizar una moral o percibir lo que nos rodea.

En cambio, la conciencia como conocimiento claro y reflexivo de la realidad, es producto de la atención sostenida en una observación neutral, es decir, sin juicios ni reacción emocional. Y por supuesto que se puede. Hay sencillas técnicas milenarias y modernas de meditación para lograrlo.

En tanto no aprendamos a desarrollar esta conciencia, todo aquello que creemos que sabemos no es más que una proyección de nosotros mismos, particularmente de lo que pensamos que somos, de acuerdo con lo que nos dijeron o hicieron sentir nuestros padres.

Vivimos, pues, guiados por voces ajenas, tan hechas propias, que no oímos la que es verdaderamente nuestra. Esto se debe a que nuestros padres y los demás adultos se proyectaron y proyectan en nosotros, e igual hacemos, sin excepción (hasta que no lo corrijamos), con nuestros hijos, parejas, amigos, jefes, empleados y hasta desconocidos, incluidas las mascotas y, en cuestiones políticas y sociales, los diversos grupos y segmentos de la población. En resumen “el león cree que todo mundo es de su condición”.

No podemos ver con los ojos de nadie más ni percibir con la experiencia de otro, si no nos lo proponemos. Y casi nadie lo hace. Lo que pretendemos es que los demás sean nosotros. Este egocentrismo puede manifestarse colectivamente. Hay que recordar la resistencia que hubo a creer que la tierra gira alrededor del sol.

Salir de nosotros mismos para abrir la mente, y conocer otra realidad más allá de la que suponemos única, es un ejercicio de observación neutral, que empieza por uno mismo; fácil, pero incómodo para quienes temen conocerse y aterrador para quienes se rechazan con odio, lo sepan o no. Los primeros porque tienen miedo de lo que podrían encontrar, los segundos porque ya saben qué encontrarán.

Por eso vivimos proyectándonos, es decir, viéndonos fuera de nosotros mismos. Es lo cómodo. Vemos lo que queremos ver, oímos lo que queremos oír. Unas veces es lo que anhelamos, otras lo que necesitamos, siempre lo que nos gusta y disgusta de nosotros mismos y, por supuesto, lo que se supone que debiéramos.

Así, podemos vivir años creyendo que conocemos profundamente a una persona, hasta que nos da una sorpresa. Podemos creer que todo mundo querrá lo que queremos, amará lo que proponemos, apoyará nuestros proyectos, respaldará nuestra manera de hacer las cosas, será compatible con nuestro pensamiento y sentimiento. Y nos obcecamos en llevarlo a cabo. Se vuelve una obsesión. No nos explicamos por qué alguien preferiría otra cosa. La justificación es que lo hacemos por el bien de los demás. Pero cuando la realidad nos planta oposición, es tan grande la terquedad, que preferimos negarla. Únicamente aceptamos esa pequeña porción de mundo que se ajusta a nuestra obsesión. Imagínese qué tan grave puede ser esto cuando estamos en una posición en la que otras personas, pocas o millones, dependen de nosotros.

Como la proyección es –además de una forma de percibir el mundo con el piloto mental en automático–, un mecanismo de defensa, reaccionaremos agresiva o cínicamente a lo que se nos oponga.

Cuánta capacidad de hacer daño, justificando que hacemos bien, tenemos los seres humanos.