Fernando de las Fuentes
Huyendo del malestar, estamos casi siempre ausentes de nuestras propias vidas. Nos fugamos mentalmente, pensando en lo que nos gustaría que hubiese sido o fuera nuestra realidad, sin saber verdaderamente cómo es ahora y aquí mismo. Luego creamos, a partir del miedo, dramas mentales que nos echan a perder todos nuestros buenos escenarios, planes y deseos. 

Y así vamos por la vida, deseando, anhelando, y saboteando eso con temores; es decir, torturándonos, causándonos angustia al límite de lo insoportable. Todo para evitar el malestar que tendríamos si vivimos la vida un día a la vez, el hoy, y dentro de él, el aquí y el ahora, que es cuando se puede resolver algo. 

Lo peor de esta vida en fuga es que sí estamos creando lo que será, pero a partir de los temores de lo que podría no salir bien, que a su vez provienen de lo que alguna vez salió mal y de lo que consideramos que en el presente no está saliendo como debería.

Todos los días, en modo “automático”, simplemente transcurrimos, en lugar de vivir, porque no sabemos cómo están funcionando cuerpo, mente y emociones. Es decir, no somos conscientes de nosotros mismos. No vaya a ser que encontremos algo que no nos guste.

Actuamos acicateados por un acelerado ritmo interior: rápido, rápido, rápido, aunque nos sobre el tiempo. En consecuencia: ¡olvidé las llaves!, ¡no traje el cargador del celular!, etc., circunstancias que producen una crispación emocional de censura y rechazo, o sea malestar.

Y aquí está la clave de la infelicidad: radicamos nuestro bienestar emocional en lo que hemos etiquetado como bueno y deseable, y nuestro malestar en lo que reprobamos por malo e indeseable. 

Realizamos esta operación bioquímica por dos motivos: el primero es que la función “automático” en que vivimos la mayor parte del tiempo consiste, además de controlar coordinadamente nuestro cuerpo, en asociar emociones a pensamientos, y viceversa; el segundo es que este proceso nos permite tener un sistema de creencias compartido con otros y aprobado conjuntamente, del cual depende a su vez la satisfacción de una de las necesidades primordiales del ser humano: pertenecer. El sentido de pertenencia es el ancla de la cordura.

Así pues, podemos identificar en esta descripción una poderosísima herramienta conceptual que, como en muchos otros casos, utilizamos mal: el juicio. 

Clasificar, calificar y elaborar una creencia –lo cual deriva necesariamente en una sentencia, o sea, un juicio–, sobre lo que experimentamos en la vida, nos permite crear nuestra realidad. Si lo hiciéramos reflexiva y analíticamente, dicha realidad correspondería exactamente a lo que deseamos (¡cuidado con lo que deseamos!), pero si le dejamos la tarea al piloto automático, este hará asociaciones, si no indiscriminadas, sí programadas por alguien más que no somos nosotros, desde un ancestro que tuvo pánico a las tormentas, hasta un padre o una madre que le temieron a quedarse encerrados en un elevador. El piloto automático siempre privilegia lo que vibra con mayor fuerza, la señal más intensa, y esa es el miedo.

Entonces, si pudiésemos, que podemos, parar intencionalmente, varias veces al día, la operación de pensar-sentir-enjuiciar-resentir-repensar, en términos de bueno o malo, admisible e inadmisible, podríamos simple y llanamente aceptarnos tal cual somos, porque no experimentaríamos el malestar de sentirnos imperfectos, inmerecedores, insatisfactorios, ignorados o humillados; no “deberíamos” ni “tendríamos” que emprender la estresante cruzada por cumplir las expectativas de los demás para ser aceptados, amados y pertenecer.

El camino es, pues, convertirnos en un observador neutral de nosotros mismos, de lo que pensamos y sentimos. Esto puede lograrse practicando la milenaria meditación de conciencia plena en nuestro aquí y ahora, hoy accesible para todos gracias a las sencillas técnicas de mind-fullness. 

No se case con sus juicios. No se castigue a partir de ellos. Son solo ideas, la mayoría ajenas. Regrese a su vida.