Fernando de las Fuentes

El estrés, esa tensión física, mental y emocional que necesitamos para sobrevivir y resolver problemas, nos arruina la vida si no sabemos cómo y cuándo desactivarlo. El estrés es el responsable de la más nociva enfermedad de hoy en día: la ansiedad, que no es otra cosa que intranquilidad continua y sin motivo aparente, enloquecedora como la tortura. Nos enferma y llega incluso a matarnos. 

Resistimos ambos hasta las últimas consecuencias porque no conocemos otra forma de sentirnos, y porque nos inundan frecuentemente con la adictiva adrenalina, sustancia que nos da una intensísima sensación de “estar vivos” y ser poderosos, al grado de nublar la razón.

La mayoría de la gente considera que la alta tensión con la que vive es normal e inclusive correcta, y que la calma solo es para los budistas, los campesinos que viven alejados de la civilización, los hippies o alguno que otro loco urbano.

Pocos quieren bajarse del estrés, pero todos anhelan vivir lo mejor posible. Y así, imposible, porque la vida comienza realmente cuando aprendemos a disfrutar la incómoda calma y a bucear en sus profundidades, que son las del alma.

La vida, para ser vida, debe ser zen, término que significa en su origen meditación o estado de calma. La meditación no es otra cosa que ir interiormente hacia nuestro centro, donde está el alma esperando para abrazarnos, contenernos y amarnos, sin tiempo y sin espacio, en el infinito. Un instante ahí jamás se olvida. Siempre se vuelve a buscar. Cambia la vida, abre la conciencia. Ese es el 
objetivo de meditar. 

No haremos contacto nunca con nuestra alma si no aprendemos a estar en calma, y la calma no viene de afuera, sino de adentro, incluso en medio de la tormenta. Si no establecemos esa relación, habremos vivido en la superficie; esto es, en la imitación del amor, la seguridad, la felicidad; en el engaño. Nos habremos conformado con ser solo un reflejo de lo que realmente somos.

Y todo por el estrés desproporcionado. Así de invasivo y poderoso es. Pero una vez comprendido esto, lo más importante es entender cómo funciona para saber cómo desactivarlo.

El estrés fuera de proporción, es decir, el que va más allá de sus funciones esenciales, es producto del miedo, que a su vez es resultado del pensamiento negativo, en modo “y si”: me dejan de querer, sufro un accidente, no me pagan, me agreden, me lo niegan o me ignoran. En resumen, si algo sale mal y me duele. 

Ese miedo nos lleva a reaccionar defensivamente a lo que nos rodea, aun cuando no sea hostil. A esto hay que sumarle que nuestro ego se lo toma todo a personal porque “somos el centro del 
universo”. 

Reaccionar consiste principalmente darle el control a esa loca o loco que tenemos todos en la cabeza, que solo escucha al miedo y que, en consecuencia, se la vive tratando de controlar mentalmente lo que considera perturbador, preocupándose constantemente, haciéndose la víctima, creando o apropiándose dramas, discutiendo imaginariamente con personas ausentes, sintiéndose como pez en el agua en la grilla, en un ambiente incierto u hostil de trabajo y un entorno social banalizado, entre otras situaciones.

La buena noticia es que esa loca, ese loco, no son usted. Son su computadora biológica invadida por los virus, porque la ha estado operando mal su ego maniaco. Para llegar a donde está el verdadero usted, el programador, hay que cambiar radicalmente de creencias, abandonar la 
inflexibilidad y fluir. 

Hay que ponerse en modo zen. El primer paso es admitir que vivimos equivocados. Aterra, ¿no?, porque vulnera en extremo… pero solo al ego. Tome el mando y dígale que no se asuste, que sobrevivirá y hasta se divertirá. La semana que viene le platico cómo desactivar el estrés para que su ego se sienta 
seguro y suelte el control.