Fernando de las Fuentes

Igual que fracasó y sigue fracasando en todo el mundo el paradigma de uniformidad humana, que supedita la individualidad a los intereses y derechos de la colectividad, hoy en día se agota el modelo occidental de individualismo, que hace exactamente lo contrario.

Ciertamente, no podemos ver esta situación en la que nos encontramos, entrando a la segunda veintena del siglo 21, como una catástrofe que acabará con el mundo. No es más que uno más en la sucesión de innumerables cambios que la humanidad ha tenido y tendrá a lo largo de su existencia.

Como en toda crisis, comenzamos a “pendulear” de extremo a extremo, hasta que encontramos formas de pensar, sentir y actuar que sincretizan y producen un nuevo estado de cosas.

Lo importante en estos cambios es que nos demos cuenta de aquello que ya no está siendo adecuado para mejorar nuestras vidas, tanto a nivel personal, como colectivo.

En el occidente del planeta, lo insuficiente hoy en día es la sociedad basada en el individualismo, que mantiene a los integrantes de una comunidad aislados unos de otros, compitiendo entre sí, en beneficio de quien sepa aprovecharlo.

La opción no es por supuesto un régimen totalitario, en el que una única autoridad maneje todos los aspectos de la vida pública de un país y trate de normar las conductas de sus habitantes, dictando lo que es moralmente aceptable o censurable.

Se trata de que encontremos un justo medio, en el cual la individualidad no avasalle a la colectividad ni viceversa. Dicho así parecería una utopía, pero en la realidad existen comunidades que tienen este balance, y no es su tamaño el factor determinante, sino su cosmovisión.

Muchos sociólogos han estudiado el problema que representa el paradigma del individualismo en occidente, y han planteado “nuevas formas” de vivirlo, que devuelvan al individuo sus responsabilidades con la comunidad; sin embargo, el peso de la creencia es enorme para replantear el término, de manera que podríamos hablar, en lugar de individualidad como centro de la vida social, de particularidad.

Este concepto nos sustrae de la idea de lo aislado, o sea, el individuo, y nos lleva al terreno de aquello que es especial, singular, dentro del todo.

De esta manera puede replantearse la forma en que cada uno de nosotros está insertado dentro de la comunidad que lo sostiene, y en la cual tenemos a nuestra vez una función que cumplir para su mejoramiento, que será, por ende, el nuestro, sin que tengamos que suprimir nuestra particularidad.

Los mismos sociólogos que han tratado de encontrar alternativas al individualismo extremo de las sociedades de occidente, han puesto como ejemplo del justo medio, entre la importancia de la persona y la de su comunidad, a los pueblos indígenas de América.

Citando a otros destacados sociólogos, Danilo Martuccelli, del Colegio de México, señala que los indígenas producen sus propias formas de modernidad en las que el individuo, incluso cuando ha migrado, no pierde los lazos con su comunidad ni sus responsabilidades con ella. De hecho, la sobrevivencia de estos colectivos ha dependido justamente de ese compromiso de sus miembros.

Uno de los rasgos destacados de estas comunidades es su capacidad de asociacionismo para producir, consumir, educar, participar en la vida nacional, etc., misma que se pierde en la sociedad de individuos aislados, en la que, además, el individualismo no es una opción personal, sino una postura impuesta por el paradigma colectivo.

Un pueblo que ha perdido su capacidad de asociacionismo será fácilmente manipulable, empobrecible, controlable, explotable, y no podemos atribuirlo a las nuevas tecnologías, que nos multirrelacionan y a la vez nos aíslan, que nos llenan de amigos virtuales, pero inhiben nuestras habilidades de relación social.

Es nuestra creencia de que nuestros derechos personales valen más que los de los demás y los individuales más que los colectivos, lo que nos está llevando al quebranto social.