Fernando de las Fuentes

Uno de los motivos por los cuales la humanidad no aprende de sus errores es que prefiere cancelar todo aquello que no puede manejar, en lugar de aprender a dominarlo.

Leyes, instituciones, objetos, actitudes, conductas, ideas y hasta personas son dese-chadas, ignoradas o abandonadas; en esencia, incomprendidas y, consecuentemente, desaprovechadas, por no ser lo que pretendemos que sean.

El proceso de civilización nos ha hecho olvidar que la adaptación es de dos vías: de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera.

Cuando se trata de afuera hacia adentro somos unos transformadores implacables; todo en nuestro entorno tiene que marchar a nuestro capricho. En sentido contrario, nos morimos de miedo.

En el polo opuesto del dese-chamiento irreflexivo, no somos capaces de renunciar a una sola de las cosas que sí nos funcionan para permanecer en una falsa estabilidad y una precaria
seguridad.

Y en este proceso de negación al aprendizaje, al cambio y, por tanto, a la evolución de la conciencia, nos hemos atrevido a asegurar y, peor, a creer a pie juntillas, que el “hubiera no existe”, porque en lugar de sacarle partido, nos torturamos con él, lo convertimos en sufrimiento.

Descalificar la utilidad del hubiera no desaparece el proceso mental. Ahí está, omnipresente, para hacernos la vida de cuadritos, aunque decidamos no verlo. No existe un solo ser humano que no tenga al menos un hubiera al día.

Si no se ha dado cuenta de ello, es que no está observando lo que piensa. Ya sabe usted que las personas somos realmente diestras en ignorar cuestiones y asuntos, externos e internos, que se convertirán más adelante en verdaderas tormentas porque nos negamos a afrontarlos a tiempo.

Si atendemos hoy nuestros hubiera, de verdad que la vida puede cambiar. En primera instancia, nos sirven para producir pensamientos positivos y emociones ídem, como la gratitud, que cambian nuestra química cerebral, y por tanto celular.

Sanamos mental y físicamente cuando pensamos en las cosas acertadas que hicimos en nuestro pasado y que construyeron lo bueno que
tenemos en el presente.

Este tipo de ejercicio mental lo elaboramos generalmente en términos de “qué tal si no hubiera ido a esa escuela, no hubiera conocido a mi amigo”, “qué tal si no hubiera hecho aquella llamada telefónica con la que conseguí este trabajo” o “qué tal si no hubiera hecho ese viaje en el que encontré a mi pareja”.

Este tipo de hubiera es el “hacedor de milagros”. Nos muestra cuán afortunados somos en la vida y cómo todo se fue sincronizando para que así fuera.

Hay, no obstante, otros hubieras dolorosos, aquellos ligados a nuestras malas decisiones y acciones.

Estos son el plomo que habremos de convertir en oro en la alquimia interior, a través, primeramente, del perdón, pero como este es un proceso y no un suceso, acostumbrados como estamos a la inmediatez interior, la volubilidad de pensamiento y sentimiento, decidimos pasar de largo, creyendo que el malestar emocional desaparecerá, pero no lo hace, solo se deposita en otras cuestiones y asuntos personales a los que contamina, pues no
son su origen.

Tras estos hubiera vamos a encontrar sentimientos negativos que tendremos que transmutar: culpa, frustración, miedo, rechazo, desprecio a nosotros mismos, entre otros.

Algunos hubieras se reducen solo al ámbito de una neurosis de perfeccionismo por desvalorización infantil.

No nos permitimos habernos equivocado, y no ser las personas “merecedoras” de la aceptación de papá y mamá. Otros nos llenan de culpa por lo irremediable, que de acuerdo con nuestra cultura merece castigo, no perdón; así que nos lo proporcionamos con singular generosidad.

En última instancia, un hubiera bien manejado es una guía de lo que está bien hecho y lo que no lo está, desde nuestra perspectiva personal.

Nos muestra quiénes somos realmente, más allá de
quiénes creemos ser.

El hubiera sí existe. Aprovéchelo.

 

@F_DeLasFuentes