Fernando de las Fuentes

“Para quien tiene miedo, todo son ruidos”. Sófocles

¿Por qué los seres humanos estamos todo el tiempo tratando de alcanzar la felicidad, la seguridad, la certidumbre, la pertenencia, el amor, la aceptación y el reconocimiento? Nos han dicho, al menos desde que tenemos conciencia de nosotros mismos como especie, que esa es nuestra naturaleza, o que es lo que debemos hacer, o lo que venimos a hacer al mundo.

La realidad es que lo hacemos porque interpretamos la vida a través del punto de vista del miedo, y ya hace tanto que traemos ese “chip” instalado, milenios, vaya, que ni siquiera nos damos cuenta de que estamos programados para reaccionar casi todo el tiempo a partir de “esa sensación de peligro”, como definía al miedo Jiddu Krishnamurti, uno de los más grandes maestros espirituales de la modernidad.

¿Qué otra cosa podría alejarnos de obtener todo lo que queremos si no es la idea de que no lo tenemos, no podremos tenerlo o lo perderemos?, ¿y qué otra voz, que no sea la del miedo, puede estarnos susurrando eso todo el tiempo, sin que estemos conscientes de ello?

El miedo siempre está al acecho, y salta para “protegernos” cuando menos lo esperamos. Lidiaremos con él toda nuestra vida, pero hay dos maneras de hacerlo: una es ni siquiera darnos cuenta de que lo vamos cargando, que es lo que hace la mayoría, para lo cual, además, se inventó la “vergüenza” de tener miedo, una forma muy eficaz de reprimirlo. La otra es permitirse sentirlo, ver sus efectos en nuestro cuerpo, en nuestras actitudes y en nuestras conductas.

Si nos concentramos en el miedo que estamos sintiendo en un momento determinado, previa respiración profunda, veremos que proviene de nuestras memorias, o de las memorias que otros implantaron en nosotros, generación tras
generación.

Para coexistir con el miedo sin que domine nuestras vidas, es necesario entenderlo, verlo incluso como un aliado, puesto que, por una parte, puede estar avisándonos que realmente corremos un peligro, o por otra enseñándonos lo irracionales que podemos ser en determinados momentos bajo su influjo.

Puede ser, igualmente, un factor de crecimiento: cuando dejamos de evadir lo que nos da miedo, nos fortalecemos.

Es complejo, sí. Depende del nivel en que se presente.

Tenemos miedo a no existir o a la muerte, cuando, por ejemplo, nos diagnostican una enfermedad grave. En un nivel un poco más intrincado, tememos no poder satisfacer nuestras necesidades básicas: alimentación, techo, vestido, sueño, sexo, integridad física.

Pero en el nivel de mayor complejidad, está el miedo al dolor de ser rechazado, abandonado, descalificado, humillado, tratado injustamente, traicionado; a no pertenecer, a no ser amado. En resumen, a no satisfacer nuestras necesidades sicológicas fundamentales.

Aquí se complica la cosa. En primera instancia, porque como ya se mencionó, se nos ha enseñado que sentir miedo es de cobardes, por tanto, debe darnos vergüenza. Por otra parte, el sentimiento es realmente abrumador, de manera que el primer impulso es rechazarlo.

Pero si comprendiéramos qué lo produce en el caso de nuestras necesidades sicológicas fundamentales, podríamos permitirnos sentirlo sin la amenaza de que nos rebase.

Bueno, pues el origen en este nivel es la comparación, que nos hace vivir en una eterna competencia. Desde que nacemos se nos compara, y salgamos ganando o perdiendo, la comparación se instala como una “segunda naturaleza” durante nuestras vidas, de manera que siempre nos llevará, de una u otra manera, a la insuficiencia y, por lo tanto, a la
infelicidad.

Durante la comparación seremos privados de la satisfacción de nuestras necesidades sicológicas básicas, si salimos perdiendo, o sobrevalorados, si resultamos ganadores, lo cual también será muy perjudicial. Ambas vías nos llevarán al dolor.

Regresemos a Jiddu Krishnamurti, hablando de la comparación: “Esta es, en mi sentir, la raíz de todo temor, porque engendra envidia, celos, odio. Donde hay odio, es evidente que no hay amor, y ese odio genera más y más miedo”.