Fernando de las Fuentes

¿Conoce usted a ese tipo de persona que nunca se rinde, cueste lo que cueste? Son el prototipo del deber ser, el individuo que se supondría destinado a alcanzar todo lo que desee, pero que solo encuentra infelicidad y enfermedad. Esta es la paradoja del estándar del éxito en la vida moderna, porque pone el énfasis en el logro material a costa del deterioro emocional y espiritual. Todo el que intente parecerse a este modelo invariablemente sufrirá, porque se requiere un nivel de autoexigencia cuya meta sea una perfección inalcanzable.

Se trata de personas que no se permiten cometer un error. Cuando lo hacen, tratan de negarlo culpando a los demás, o se autocastigan emocional y físicamente de variadas formas, entre ellas una que nos es muy común a todos: la obsesión, ese darle vueltas y vueltas en la cabeza a un asunto, para encontrar una respuesta que disminuya la angustia, la culpa, la ansiedad o el dolor que estamos padeciendo, generalmente por no obtener lo que creemos necesitar o, en el caso del autoexigente, no dar la talla en relación con nuestras expectativas sobre nosotros mismos.

El autoexigente perfeccionista puede ser, en un extremo, alguien disciplinado, estructurado, muy responsable, que hace su trabajo a conciencia y oportunamente, con la mayor disposición a seguirlo mejorando, porque nunca queda todo lo bien que pudiera quedar. No sabe delegar y, evidentemente, se acarrea una constante sobrecarga de trabajo, con el consecuente estrés, que a la larga producirá graves problemas físicos y
mentales.

En otro extremo puede ser una persona que haga el mínimo esfuerzo en todos los sentidos, por temor a equivocarse si va más allá. Podría incluso cometer errores constante y deliberadamente en cuestiones en que su autoreproche sea aceptable, para no tener que emprender otras responsabilidades que lo llevarán al fracaso en asuntos de imperdonable falla.

Aunque en ambos casos existe un grave problema de autoestima detrás, el ideal de perfección que sobre sí mismos se han planteado, los llevará al otro polo, al narcisismo. Uno será el narcisista insuperable y el otro el hedonista.

Ambos se vuelven tóxicos, pues proyectan su autoexigencia en otros, a quienes hacen sentir que nunca, nada de lo que hagan, será suficiente. Son aquellos que viven señalando los errores ajenos, reclamando, quejándose. Estos últimos rasgos habrán ya aterrizado al autoexigente perfeccionista al nivel de la vida cotidiana, ¿verdad? Haga su lista. Quizá empiece por usted mismo.

El autoexigente perfeccionista es siempre, completa o parcialmente, distante y rígido, pues teme a sus emociones, pero mucho más a la espontaneidad con que estas se presentan, pues su terreno firme es estudiar a priori todas las alternativas ante una situación, real o imaginaria, pero predecible, a diferencia de las reacciones emocionales.

Si temen sus emociones, son por supuesto más que deficientes para ser empáticos. No escuchan a los demás ni les interesan sus sentimientos. Están inmersos en su eterno ruido mental. Todo los lleva al “yo”.

Son, además de los eternos insatisfechos, los perfectos egocéntricos. Muchos de ellos pueden ser figuras públicas y hasta activistas o filántropos; otros, unos verdaderos eremitas, cascarrabias y amargados. Los hace detectables su incapacidad de validar a una persona; al menos no antes de haberla hecho pedazos, a veces muy sutilmente.

Todos podemos y debemos ser autoexigentes en cierta medida; en el trabajo, la escuela o donde se requiera un esfuerzo para ascender. No así en lo familiar y social, donde se supone que debiéramos aceptarnos unos a otros con afecto, sin más. Pero la exigencia es desgraciadamente la medida del amor (lo que creemos erróneamente que es amor): nos lo damos o lo damos a otros solo si somos o son exactamente la persona idealizada. Como esto jamás sucede, la exigencia se convierte en una sed insaciable que no nos deja vivir ni en paz ni felices.