Fernando de las Fuentes

La dignidad personal, esa cualidad que nos da valía y nos hace merecedores de respeto, primero ante nosotros mismos y después ante los demás, no se pierde, como acostumbramos creer, por los errores que cometemos. Sean estos cuales sean.

La vergüenza y la culpa son temporales. Duran tanto como el tiempo que nos toma responder con franqueza y valentía por nuestros actos. En cuyo caso, una vez pasado el trago amargo, nos sentiremos más libres y fuertes, más seguros y valiosos.

Pero también pueden atormentarnos toda la vida si, en lugar de reconocer aquello en lo que nos equivocamos, lo ocultamos o intentamos hacerlo.

Por eso, la dignidad se pierde cuando tratamos de evadir las consecuencias no solo de nuestros errores, sino en general de nuestros pensamientos, emociones, decisiones y acciones, positivas o negativas.

La dignidad se pierde, pues, cuando somos irresponsables y culpamos a los demás o a la vida de lo que nos sucede y de lo que hacemos, o cuando cínicamente aceptamos nuestros errores y nos negamos a hacernos cargo de las consecuencias.

No hay nada en la vida, ni siquiera un solo pensamiento, que no tenga consecuencias, incluyendo las buenas. Hay gente que no puede con el éxito, el amor, la riqueza, la felicidad, la seguridad y el bienestar, en general, porque no puede con la responsabilidad que implican. Por eso se autoboicotean constantemente.

Ni siquiera la ignorancia sobre los pensamientos, emociones, decisiones y acciones que nos llevaron a enfermarnos, sufrir y lastimar a otros puede ayudarnos a evadir las consecuencias de la forma en que vivimos. Solo nos servirá de pretexto.

La creencia de que “a mí no me va a pasar”, o las justificaciones de “no sabía lo que hacía”, “no lo preví” o “no era mi intención”, no son elementos de exención de la responsabilidad, son partes del proceso de la madurez. Es decir, partimos de la ignorancia o la ilusión de que las cosas sucederán como queremos, para aterrizar en la realidad de cómo fueron, hacer un autoexamen y responder por los resultados no deseados, tanto como por los deseados.

Dejar esas frases sentadas como una justificación para no asumir las consecuencias de lo que provocamos nos mantiene en la inmadurez. Ese es el verdadero objetivo y la gran ganancia de ser una víctima.

Y ojo, las víctimas son quienes en realidad pueden tomar el poder si les permitimos que nos hagan sentir sus deudores.

El problema con las consecuencias de nuestros pensamientos, emociones, decisiones y acciones es que no siempre se presentan de inmediato. De hecho, el tiempo que se toman se va alargando cuando recorremos la lista de atrás para adelante. Es por eso que no siempre podemos detectar fácilmente por qué ahora estamos como estamos.

En esos casos, se hace evidente la necesidad del autoexamen, cuestión que no es fácil, pues en muchas ocasiones requerirá una guía; y resultará doloroso. Por eso tanta gente le da la vuelta a este requisito para la felicidad.

Y es que la humanidad sigue viendo el dolor como un costo, y no como lo que es: un indicador de que algo nos ha hecho daño y hay que atenderlo, e incluso un vehículo de liberación emocional y espiritual.

Además de asumir las consecuencias de nuestras elecciones de vida, conscientes o inconscientes, nada nos dignifica más que un dolor genuino, ni nada nos vuelve más indignos que el melodrama que armamos para huir de él y manipular.

Quizá los demás no se percaten de nuestra dignidad o nuestra indignidad, porque sus creencias los llevan a pensar que ambas tienen que ver con errores o aciertos y, por tanto, con la forma en que nos ven los demás. Pero nosotros sí sabemos con total claridad cómo nos autovaloramos, porque la dignidad es una cuestión de honestidad consigo mismo.