Fernando de las Fuentes

“Ilusiones, el calmante universal”. John Verdon

Podemos moldear nuestra realidad, cierto; convertirla en lo que decidamos, verdad incuestionable; pero no podemos hacerlo “persiguiendo nuestros sueños”, porque si hay que perseguirlos es que se nos escapan constantemente; ni dándole “vuelo a las ilusiones”, porque generalmente son puertas de escape de aquello que no queremos aceptar, asumir y tomar responsabilidad: nuestro estado mental y emocional, las viejas heridas, las nuevas impotencias, las malas actitudes y el drama personal.

Sin embargo, culturalmente se nos ha dicho que podemos lograr todo lo que queramos si nos aferramos a nuestros sueños e ilusiones y trabajamos denodadamente por alcanzarlos. Pero no se nos ha explicado que, sin el trabajo interior que debemos hacer para salir de la cárcel de nuestras creencias, solo encontraremos frustración, a la larga pérdida del sentido de la vida, resignación y depresión.

Esta creencia basa todo su poder en la expectativa, que no en la esperanza, porque hay una gran diferencia entre ambas: la primera nos ata emocionalmente a la consecución del resultado, es decir, condiciona nuestra salud mental al logro, la segunda parte del desapego de dicho resultado, con énfasis en todo lo que nos regala en satisfacciones y aprendizaje el proceso que implica conseguir algo.

Sin embargo, la frecuente frustración que nos trae perseguir sueños y darle vuelo a las ilusiones no radica en la expectativa, que es efectivamente una mala actitud -por cuanto condiciona la estabilidad emocional-, sino en la incapacidad de ponderar y moderar nuestros deseos.

Cuando no conocemos nuestros procesos mentales y emocionales, vamos dando palos de ciego por la vida, pues, en automático, nuestro cerebro, una vez detectado un deseo, lo asocia con alguna carencia de nuestra infancia, concreta o simbólicamente, de manera que fija la atención en el objeto o sujeto y, mucho antes de poner en marcha la intención de obtenerlo, que ya implica un plan, lo registra como “algo que nos hace falta”. Y así, vamos acumulando falsas necesidades a lo largo de la vida.

A partir de ese momento perdemos la objetividad, y todas nuestras racionalizaciones estarán dirigidas a justificar nuestro egoísmo, pues seremos esclavos de la falsa necesidad y, cuando pongamos en marcha la intención de satisfacerla, actuaremos, como mínimo, de manera desconsiderada con los demás, si no es que depredadora; luego la concentración para alcanzar el objetivo derivará en obsesión. Perderemos la lucidez.

Distorsionaremos nuestras percepciones e interpretaciones de la realidad propia y, por tanto, del mundo. Solo veremos lo que queramos ver. Nos negaremos a registrar lo que contradiga o se contraponga a nuestra obsesión, es decir, a nuestra falta de cordura. No veremos las señales, a veces monumentales, de que nos acercamos a un fracaso estrepitoso.

Estrecharemos nuestra visión, nos empecinaremos, convertiremos nuestra vida en una pelea contra molinos de viento y arruinaremos nuestras relaciones, porque, como lo dijera el gran literato Carlos Ruiz Zafón: “A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas”.
Esta visión de túnel se llama pensamiento desiderativo o Wishful thinking. Una de tantas trampas mentales que nos ponemos para huir del miedo, el dolor y, sobre todo, la responsabilidad de hacernos cargos de ellos.

Como, en ese estado, hemos perdido la capacidad de análisis objetivo y vivimos desde la expectativa, incluso hasta la obsesión, somos emocionalmente manipulables y, a nuestra vez, manipulamos para obtener lo que creemos necesitar. Esto funciona a todas las escalas de relaciones humanas, desde la interpersonal, hasta la social.

Ya que el pensamiento desiderativo se basa en la ilusión y la fantasía, a partir de una falsa necesidad, cuyo poder sobre nosotros puede ser tan absorbente y fatal como la carencia de infancia a la que está mentalmente asociada, nada de lo que hagamos para subsanarla será verdadero ni real ni benéfico, ni para nosotros, ni para quienes nos rodean o dependen de nuestras erradas decisiones.