Fernando de las Fuentes

A casi toda persona le gusta sentirse más lista que los demás. Algunas incluso basan toda su autoestima en esa embriagante sensación.

Mientras más explicaciones lógicas tienen para describirse a sí mismos y hacer valer sus decisiones y acciones, o argumentos más contundentes muestran en sus discusiones, más infalibles y superiores se sienten. ¡Ah, su vida vale la pena!

La gloria de convencer y vencer tiene pocos equivalentes en la gama de emociones humanas.

Pero como todas las cosas del ego, tal superioridad es muy frágil, por falsa. No obstante, ésta es la vida de competencia para la que estamos casi todos educados.

Las escuelas hoy en día preparan más para ganar que para colaborar, para saber que para comprender, para exigir que para dar y para racionalizar que para razonar.

En este contexto, lo que importa es el coeficiente intelectual. Pero nadie ha podido hasta ahora dar una mayor utilidad a ese tipo de inteligencia que no sea la de ser una mercancía atractiva para los mercados laboral, amoroso, social, etc.

Esto es porque se ha reducido la función cerebral al simple ejercicio de justificar miedos, prejuicios, creencias erróneas, valores distorsionados, emociones mal vistas; es decir, a racionalizar, en lugar de sostener un ecuánime diálogo interno, o sea, razonar, que solo comenzará cuando se acepte aquello que se rechaza.

He ahí la diferencia entre racionalizar y razonar. Racionalizamos continuamente porque la motivación es ser más listos que otros, pero una vida vivida así es puro estrés, solo competitividad, lo cual no puede llevarnos a otra cosa que a la frustración, la envidia, la auto descalificación, la inseguridad y, obvio, la infelicidad.

Decía la filósofa rusa Ayn Rand, creadora de la corriente conocida como “objetivismo”, y autora de varios libros: “la racionalización es un proceso, no de percibir la realidad, sino de intentar hacer que la realidad se adapte a las emociones de uno”.

Y agregaría: justo a aquellas emociones que rechazamos, de tal manera que con eso las empoderamos, para que secretamente guíen nuestras vidas.

Es decir, tomamos decisiones y actuamos llevados por nuestras emociones, pero lo negamos o lo avalamos con explicaciones lógicas. Y así permanecemos con parejas que nos dañan, porque “en el fondo me quiere”, o “con mi amor podré cambiarlo (a)”.

Nos mantenemos en trabajos insatisfactorios e incluso frustrantes porque “hay gente que ni tiene”, o apoyamos a personas que nos engaña porque “otros son peores”.

El poder de la racionalización se debe a que es un mecanismo de defensa del ser humano, y en ésta época de descarnada competitividad necesitamos defendernos, principalmente del dolor que causa una educación y, por tanto, una experiencia familiar y social lejanas del afecto como valor primordial.

Cuando recibimos afecto en la infancia, adquirimos la capacidad de lidiar con el dolor y la frustración, aceptar lo que sentimos y razonar con ello. Cuando nos atrofian emocionalmente, nos sentiremos insuficientes, defectuosos de origen, y nos aislaremos o nos relacionaremos con esa “mancha”.

Desarrollaremos entonces las emociones negativas que aprendimos de quienes nos dañaron, pero racionalizaremos para “tapar” lo que erróneamente creemos que somos y lo que sentimos debido a esa distorsión, principalmente ante nosotros mismos.

Sí, la racionalización es la vía y la técnica del autoengaño. Somos nosotros los primeros en creer nuestras mentiras. Y con la misma convicción con que las creemos, tratamos de convencer de ellas a los demás. Lo peor es que lo lograremos mientras el nivel de racionalización coincida.

A menor disposición de verse a sí mismo, mayor complicidad entre racionalizadores, disfrazada de lealtad o rayando incluso en el fanatismo.

Cuando la racionalización llega a estos niveles de ceguera, nos estamos traicionando a nosotros mismos, lo que somos y sentimos en realidad.

Y así evadimos la vida y todo aquello que nos ayudará a crecer para estar en aptitud de disfrutarla plenamente.