Fernando de las Fuentes

A todos y todas quienes se atormentan y se complican la vida: ¡Felicidades! Es un requisito indispensable para la sabiduría útil. Pero sólo el primero de ellos, el que menos trabajo cuesta.

¿Y quién quiere ser un sabio en esta vida moderna? Todos querríamos si comprendiéramos que la sabiduría va de la mano con la paz interior, y que ambas son la fórmula para lograr en la vida cualquier cosa que se quiera.

Sí, cualquier cosa. Son la fuente de la eterna juventud y la piedra filosofal interactuando; el entusiasmo por vivir y el goce garantizado de la vida caminando y conversando juntos y despreocupados, en una perfecta tarde soleada y fresca.

La sabiduría útil no es, pues, un estatus, ni un cúmulo impactante de conocimientos. Es sobre todo una forma de vivir con plenitud. Es, además, gradual. Se va adquiriendo poco a poco, descubrimiento tras descubrimiento en el –y aquí está lo complicado– terrorífico camino del autoconocimiento. No hay otro.

Por eso contados la adquieren o se conforman con poquita, esa que se convierte en el famoso sentido común, o sea, la llamada sabiduría popular, que no es por cierto deleznable, pero sí completamente insuficiente a efectos de mejorar nuestra vida, porque es “cabeza ajena”.

La sabiduría es estrictamente personal, pues no es sólo conocimiento, sino la forma en que lo aplicamos, y tan mal lo hacemos, por lo regular, que una de las más conocidas debilidades del ser humano es no dar ejemplo de lo que pregona.

Todos hemos aprendido dolorosas lecciones alguna vez en nuestras vidas, que hacen posible actuar con sensatez y prudencia a futuro en lo que a ellas concierne, así como aconsejar a otros.

Es probable, incluso, que hayamos construido nuestras propias “máximas” al respecto. Pues esto es sabiduría, una perla en el collar.

Y para obtener esa perla seguramente tuvimos que rendir nuestra soberbia, al menos temporalmente, cuestionar si estábamos en lo correcto, enfrentar el dolor de nuestros errores y experiencias traumáticas, escuchar con atención, darle crédito y razón a otros, comenzar a respetarlos, responderles serenamente y callar en el momento preciso. Es decir, a mostrar humildad ante nosotros mismos y ante el mundo.

Esa es la actitud de sabiduría. Llega cuando la vida nos doblega y nosotros decidimos aprender. ¿Difícil? La verdad es que no. A todos nos ha sucedido alguna vez. Agradable para nada, eso sí. Al ego siempre le duele la sabiduría.

No le gusta el “displacer” y nos aleja constantemente de él, en busca de la eterna y continua gratificación, muy a la mano en un mundo de consumismo y tecnología.

Si el displacer no tiene una utilidad, es decir, no está ligado a deseos, objetivos y logros en la vida, tenderemos a evitarlo en automático. Lo mismo haremos cuando la meta final se vea lejana e incierta y el disgusto consecutivo.

Esto último pasa cuando se pierde de vista la finalidad de las lecciones de la vida, que una tras otra nos van llevando a la transformación personal hasta la autoaceptación plena, es decir, la paz interior, y con ello a la sabiduría, la forma de vivir para conservarla.

Vivir disgustados, distraídos, enojados, ansiosos, gratificándonos constantemente para aminorar el malestar, adictos, soberbios y necesitados, no requiere absolutamente ningún esfuerzo.

Vivir conscientes de nosotros mismos todos los días, de lo que tememos, lo que sentimos, lo que pensamos, y cambiarlo en caso de que nos esté produciendo displacer, es cuestión de voluntad y su refuerzo cotidiano.

La primera opción requiere que nos compliquemos la vida, y eso se nos da espontáneamente, como respirar. La segunda sólo es posible cuando vamos simplificándola, y eso es lo más difícil que cualquiera pueda hacer, porque requiere humildad, desapegos, renuncias, confianza en los demás.

Ya sabe por qué no somos sabios.