Fernando de las Fuentes

Nadie declara la guerra a otro sin estar en guerra consigo mismo. Ninguna nación en realidad ha declarado a otra la guerra; sí los individuos que, representándola, tienen el poder de hacerlo, porque se odian a sí mismos.

La guerra es siempre auto-repudio, desviado hacia otros mediante un fenómeno psicológico conocido como proyección, porque representan lo que rechazamos en nosotros. Proviene de la gran paradoja humana: la intolerancia. Tratamos de homogeneizar caracteres, creencias, estilos, etc., por temor a la inferioridad, la consecuente humillación o el aislamiento, pero a la vez, queremos ser diferentes y únicos, para ser reconocidos individualmente, como superiores, por supuesto.

Al final, sin embargo, predomina nuestra incapacidad de manejar la diferencia. De lo contrario no lucharíamos tanto por la igualdad.

Vivimos reprimiendo lo que realmente somos para complacer a los demás, porque eso es lo que se ha esperado de nosotros desde que nacimos. Eso es lo que hemos confundido con educación desde hace milenios. Homogeneizar ha sido educar.

Ocultamos lo que somos principalmente para nosotros mismos, y nos volvemos por eso nuestros peores enemigos. Nos sentimos constantemente hostiles, pero en nuestra necesidad de alejarnos del horror de mirarnos, apuntamos los cañones hacia objetivos externos, pero equivocados.

Así que quien va por la vida combatiéndola, porque cree que el mundo y los demás están en su contra, no es un verdadero guerrero o guerrera, aunque quiera creerlo para justificarse, sino solo el clásico “chivo en cristalería”.

O el que vive sintiéndose “el más”: más inteligente, más guapo, más rico, más acertado, etc., no es el triunfador o exitoso, sino únicamente el que más presume, es decir, el más inseguro.

Es en estas batallas pírricas donde se queda atorada la mayoría. Y si se les pregunta si desean la paz, lo primero que pensarán es en el “cese de las guerras en el mundo”, pero no en un estado de conciencia personal en el que finalmente han llegado a una relación armoniosa y amorosa consigo mismos.

El verdadero guerrero no es ni el peleonero ni el luchón, sino el que combate contra quien realmente tiene que hacerlo, y el triunfador no es el que aplasta al contrincante, sino quien lo trata con justicia y reconoce su valía.

Solo un genuino guerrero –que identifica al verdadero enemigo, así como el origen de la guerra y cómo terminarla–, es un pacifista, y viceversa. Combate cada vez que es necesario con el único objetivo de alcanzar la paz.

Quien crea que el guerrero vive para guerrear, lo está confundiendo con el chivo en cristalería. Cuando la guerra se emprende contra cualquier otro en realidad se busca destruir lo que nos disgusta de nosotros mismos. Ni siquiera se pretende la paz.

Somos, pues, reales guerreros, cuando reconocemos que nuestro único enemigo somos nosotros mismos y que nuestra misión es triunfar en esa guerra para conocer, reconocer, aceptar, valorar y finalmente amar a ese enemigo, el ser al que no hemos dejado ser.

El guerrero no hace la guerra, hace la paz. Todo lo demás es el chivo en cristalería.

La paz no es el cese de la turbulencia mental y emocional ni parar de sufrir o de tener miedo. Eso es la calma. Tampoco es vivir sosegada y ecuánimemente. Eso es la tranquilidad. La paz se alcanza después, porque es estar con uno mismo, en perfecto reconocimiento y disfrute. Cuando seamos nuestra mejor compañía, habremos alcanzado la paz. Para eso se requiere un manejo experto de la soledad y la meditación, valor para ser vulnerable, sensibilidad, bondad, generosidad y, ante todo, una conexión con lo divino, porque es un estado superior de conciencia que nos lleva a la humildad, es decir, a ocupar nuestro lugar en el universo.