Fernando de las Fuentes

La calma es una condición mental; la tranquilidad, una actitud y la paz, un estado de conciencia. Ninguna de estas tres subvaloradas virtudes llega sola. Nosotros debemos crearlas. Sin excepción. En pensamiento, sentimiento y espíritu.

Son virtudes por ser objetivos de realización espiritual que sólo pueden provenir de una actividad interna que se convierte en hábito. Están muy subvaloradas porque sin ellas es imposible alcanzar y mantener todo aquello que creemos más importante, como la estabilidad.

Todos nos contamos historias acerca de nosotros mismos. Construimos una imagen que confundimos con lo que realmente somos y una inteligencia artificial, llamada ego, que le da vida a ese personaje, con el que vamos por la vida como aliados o enemigos de otros egos.

Pero nuestra conciencia sabe que fingimos. Una sensación de angustia y/o de vacío aterrador nos desestabiliza por momentos.

Para apagarlas, le damos rienda suelta al caos mental: las preocupaciones, los miedos, las críticas, las discusiones con personas ausentes, los juicios, los resentimientos, principales causas del estrés que distorsiona las emociones y nos impide sentir profundo, pues nos arrebata la calma, la capacidad de estar tranquilos y la paz interior.

Y entonces, como no podemos crearlos, por no tener los cimientos adecuados, nos dedicamos a edulcorar el amor, la seguridad, la abundancia, la alegría, la seguridad, la felicidad, etc. Es decir, a sustituirlos por emociones intensas que los imiten o a embellecer falsamente algo malo que sentimos, como la envidia.

Sólo en calma una persona puede hacer contacto consigo misma y encontrar que lo menos importante es autodefinirse. Se es, sencillamente, y eso da una gran plenitud.

Verá que el amor no es una necesidad, sino una tendencia natural, y que la seguridad y la abundancia siempre han estado ahí.

Tras la calma, o sea el cese del caos mental, mediante la realización de diversas actividades en un estado de atención plena (respirar, caminar, oír música, observar), se está en condición de crear tranquilidad. Ésta es el siguiente nivel porque involucra emociones. A todo pensamiento sigue una emoción.

La tranquilidad viene de combatir nuestros miedos, que nos hablan siempre de pérdida y dolor. Por eso nos empujan al apego y al control. Sin renunciar a la necesidad de poseer, de resolverle la vida a los demás y caerle bien a todo mundo, no habrá tranquilidad.

Nadie puede tomarse las cosas con tiempo, sin nerviosismo ni agobios, sin preocuparse de si quedará bien o mal ante los demás; es decir, nadie puede actuar tranquilamente, si lo domina el miedo a la pérdida, al rechazo, a la adversidad, al imprevisto.

Por eso la tranquilidad implica dar un paso en firme dentro de la espiritualidad, mediante la fe: creer con convicción, más allá del entendimiento, que lo mejor está por venir, que todo estará bien. No lo espero. Lo sé.

Para llegar a esa convicción es necesario saltar una barrera: en el momento en que aparece ese miedo, esa punzada de dolor, acostumbramos racionalizar de inmediato, para restarles peso e importancia. Eso los magnifica a la larga.

Hay que oírlos, observarlos, sentirlos, dejarlos fluir. No nos matarán. Entonces nos daremos cuenta de su fragilidad. Nos percataremos de que lo único sobre lo cual podemos tener control, realmente, es sobre la forma en que nos sentimos.

Si la calma es el cese del caos mental, la tranquilidad es el cese de la agitación emocional, no porque todo está bien, sino a pesar de que nada esté bien. Esto no es por supuesto lo mismo que no sentir, pues una cosa es intensidad, cuestión del ego, y otra profundidad, asunto del alma.

A la tranquilidad le sigue todavía algo mejor: la paz interior o completa armonía con uno mismo. Es difícil de lograr porque siempre estamos en guerra con algún aspecto de nosotros, físico, emocional o mental. Pero esto ya es asunto del próximo artículo.