Fernando de las Fuentes

Históricamente, los seres humanos nos hemos “organizado” socialmente en dos grupos básicos: los sometedores y los sometidos. Bajo esa estructura hemos cometido vergonzosos abusos, individual y colectivamente.

Mediante la imposición por género, edad, jerarquía, condición económica, cultural, educativa, racial, física o varias de estas categorías juntas, hay quienes toman el poder y lo ejercen sin permitir que se les contradiga, y hay quienes se someten a este mandato.

Parecería ser una condición humana ineludible, una característica perpetua de las sociedades. Sin embargo, es solo producto de la inmadurez emocional. Así de sencillo.

Casi todos los seres humanos tenemos heridas de la infancia sin resolver: abandono, injusticia, rechazo, humillación y/o traición, que nos complican la vida, e ignorarlas solo empeora las cosas. Es como pretender que no se tiene una enfermedad física que se está agravando paulatinamente.

La mayoría de las personas van por la vida llevando estas heridas a flor de piel, justo porque quieren alejarse de ellas, pero, como decía Carl Jung, a lo que nos resistimos crece.

A mayor resistencia a revivir la herida para mirarla desde una perspectiva diferente y, así, sanarla, más se enferman las emociones y el ego, hasta llegar a personalidades en extremo distorsionadas.

Los sometedores necesitan controlar a las personas porque creen que la obediencia y/o la salamería impedirán que los abandonen, rechacen, humillen, traicionen; es decir, que les vuelvan a hacer lo que tanto les duele todavía.

Entre los sometedores tenemos a los tiranos, la personalidad con mayor grado de distorsión, cuyo enorme miedo a volver a ser víctima de cualquiera o varias de las heridas de la infancia, hace que pretendan tener el control total sobre las vidas de los otros. Todo aquel que no se someta a su voluntad será expulsado del “sistema” que el tirano encabeza, sea este cual sea, solo basta una sola persona que se someta.

Esta expulsión puede ser de sectores sociales enteros, si el tirano es gobernante; de varios marginados en el trabajo o incluso despedidos, si es un jefe; o de las “ovejas negras”, si es cabeza de familia.

La expulsión que realiza el tirano consiste en anular las formas de pensar, sentir y hacer de los sometidos cuando lo perturban emocionalmente, de manera que, autoritariamente, los convierte en proscritos. Y aun estando presentes en el “sistema”, no cuentan o, incluso, son constantemente fustigados.

Por su parte, quienes se someten están necesitando que se hagan cargo de ellos, porque se sienten incapaces de hacerse responsables de sus propias vidas. Y así nacen víctimas y victimarios, que constantemente están intercambiando roles, porque quien se somete a un tirano en un ámbito específico, puede serlo a su vez en otro. Como alguna vez dijo Daniel Defoe, autor de Robinson Crusoe: “todos los hombres serían tiranos si pudieran”.

La tiranía comienza por cada uno de nosotros, en casa. Sus efectos son terribles en el alma y la sique: el tirano siempre está solo en realidad, y quien a él se somete estanca su vida.

Hay una muy interesante caracterología de la personalidad tiránica, autoría del doctor Miguel Palacios, presidente de la Junta Cívica de Guayaquil, Ecuador: “Muchas veces incoherente, actúa contrario a lo que piensa y aquello que dice es lo primero que le pasa por su mente. No sabe callar ni respetar el pensamiento ajeno… El contenido de su juicio es aparentemente lógico, aunque mantiene rasgos paranoideos evidentes. Tiene una suspicacia excesiva. Constantemente vive bajo la sensación de que le quieren hacer un complot o se siente maltratado.

“Su pensamiento está lleno de ideas de daño, perjuicio y persecución. Tiene una obsesión fanática... Reacciona instintivamente en forma primaria hasta volverse agresivo contra quién no le da la razón… Persona intolerante y prepotente que necesita imponer su voluntad, despreciando a quién esté a su lado sin importarle su pensar”.

¿Ya localizó a su tirano? Puede ser usted mismo, eh.