Hay errores comunes o inauditos, sin consecuencias o caros, de pago inmediato o para toda la vida, e incluso con resultados muy afortunados. Lo bueno es que casi todos son ajenos, ¿verdad? ¡Uff, que alivio! 

Desafortunadamente, la ajena es la cara falsa de la equivocación. La verdadera es la propia. Sin embargo, la mayoría de los seres humanos responde al patrón de inadmisión del error y, éste es uno de los grandes problemas de la humanidad, causante en gran medida de guerras, hambre, discriminación, delincuencia, ecocidio, etc. 

Nadie puede evitar equivocarse, en el pensamiento, en las emociones y en los hechos. Pero, como decía el médico español Santiago Ramón y Cajal, Nobel en Medicina en 1906, lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo. Eso es negarlo, lo cual produce o magnifica y prolonga en el tiempo las consecuencias negativas de una equivocación, y anula las positivas, las únicas que le dan sentido a errar.

Así escala la cuestión egótica: en un mundo donde la competencia determina la forma de vida, ser infalible para escalar es indispensable. Esto se debe a que todos creemos que cometer un error nos acarreará la reprobación de los demás, su rechazo y su desprecio, porque ¡así ha sido! Por tanto, no podremos lograr lo que deseamos ni satisfacer nuestras necesidades, cualesquiera que éstas sean, si admitimos habernos equivocado.

La fuerza con que se resiste alguien a admitir el error tiene que ver con la profundidad de sus traumas en la infancia. El rechazo a equivocarse será del mismo tamaño que las descalificaciones, las humillaciones y los desprecios que haya sufrido por parte de sus padres y otros adultos, cuya exigencia irracional provino de los mismos traumas en su propia infancia, y no se dan cuenta que no se dan cuenta.

Mientras más escale social, económica, cultural o políticamente un individuo con dificultades para admitir sus errores, mayor será el daño que haga, puesto que sus simpatizantes, seguidores, adeptos, etc., por un mecanismo de identificación inconsciente, serán aquellos que tengan el mismo problema y crean, por tanto, a “pie juntillas” que poseen la verdad absoluta.

Mientras más férreamente rechace alguien la admisión de sus errores, mayor será la vehemencia con que defienda sus falsedades como verdades. De manera que podremos encontrar entre ellos a los llamados fanáticos.

Así que cuando el error se hace colectivo adquiere, como decía Gustave Le Bon, destacado sociólogo francés del siglo antepasado, la fuerza de una verdad. Sin embargo, y citando a otro personaje ilustre, Mahatma Gandhi, un error no se convierte en verdad por el hecho de que todo el mundo crea en él.

Y es así como arribamos al moderno concepto de posverdad: esa mentira colectiva que se sostiene y se defiende como verdad desde la emoción: la ira, el odio, el insulto, la agresión, más allá de la vehemencia. 

Es entonces cuando será frecuente encontrarse con las siguientes formas descaradas de inadmisión del error: justificarlo racionalmente, mentir para disfrazarlo, pregonar fortalezas y cualidades para parecer infalible o ser perdonado de antemano; descalificar a cualquier crítico; disculparse hipócritamente porque el otro eligió sentirse ofendido; desviar la atención de los errores propios señalando y hasta magnificando los ajenos, culpar a otros de ser los verdaderos causantes.

Pero como no admitir el error es, más que un rasgo personal, un desorden psicológico, en la medida en que continúa la conducta crece la distorsión. La forma de percibir el mundo se deforma más y más, y se constriñe a un ego que todo se lo toma a personal y reacciona agresivamente. A nivel colectivo, la paz se rompe, porque la culpa siempre la tienen los demás. Son los enemigos. 

Si queremos mejorar nuestra vida y al mundo, aprendamos a que no nos duela admitir nuestros errores. Entonces comenzaremos realmente a vivir, a aprender y a disfrutar.