Ferndando de las Fuentes

Nada destruye más rápido y sin remedio un vínculo afectivo que el reclamo constante. Es el Godzilla de las relaciones tóxicas: todo lo aplasta a su paso. Y eso es porque el reclamante crónico no reivindica derechos ni pide respeto o justicia, motivaciones sanas para reclamar, sino exige que las cosas se hagan a su manera.

El reclamante crónico cree genuinamente que logrará lo que quiere y resolverá problemas reclamando. Mientras va aumentando la resistencia y la irritabilidad del reclamado, más reclama y reclama, más impotente se siente, más tóxico se vuelve.

Ahora bien, el reclamado crónico, a su vez, ha ido sintiendo a lo largo de la relación que algo anda mal en él o ella, porque el reclamante es ante todo un manipulador muy hábil. Inicialmente se muestra encantador, comprensivo, accesible, flexible, afín; es decir, lanza una red de seducción, para después ir entretejiendo en ella otra de chantaje, poco a poco, de manera que el reclamado no lo note o, en última instancia, dude de sí mismo, porque nadie tan fantástico puede estar equivocado.

El reclamo crónico produce tanto en el reclamante como en el reclamado un sentimiento absolutamente incompatible con el amor: resentimiento, y otro que desplaza la paz interior, la seguridad, la felicidad: impotencia.

En muchos de los casos de autodevaluación o, como se le conoce hoy en día, baja autoestima, hay detrás una larga historia de reclamos, comenzando en la infancia. Se trata de personas cuyo ego fue siendo enfermado y su espíritu abatido, por padres que les reclamaban todo el tiempo sus errores, sus insuficiencias y torpezas, desde su propia exigencia hacia la vida, por supuesto, creyendo que los impulsarían a mejorar o compensarían de alguna manera las equivocaciones, carencias y frustraciones que ellos no pudieron nunca manejar.

El reclamante crónico es uno de esos victimarios que antes fue necesariamente víctima. No conoce otra forma de relacionarse que atacar, vulnerar, culpar, señalar; pero como el reclamo vacía de amor cualquier relación, se queda tarde que temprano solo o sola, profundamente carente, pues es el dependiente del binomio.

El reclamado, a su vez, enajena su vida por un tiempo, pues trata de dar gusto en todo al reclamante, para no disgustarlo. Se autonulifica en aras de mantenerlo apaciguado, hasta que, evidentemente, se cansa y se aleja, primero en contacto emocional, después físico y al final, quizá, presencialmente, lo que puede liberarlo por completo.

Esta vertiente de las relaciones tóxicas es más común de lo que se piensa y es una de las más devastadoras para cualquier alma, pues deja al reclamante en pie de guerra, listo para asesinar la siguiente relación, y al reclamado emocionalmente adormecido, desconfiado y, paradójicamente, crispado, a la defensiva, ante cualquier posibilidad de recibir un reclamo, venga de quien venga y aunque sea justo.

Así de pernicioso el reclamo crónico, porque es violencia psicológica. El reclamante exige porque no se atreve a pedir humildemente, por dos motivos: 1) siente que no merece y por tanto recibirá una negativa, que 2) no estará en posibilidad de manejar emocionalmente ante la vulnerabilidad que significa solicitar en vez de demandar.

Sin embargo, el mejor camino para obtener una respuesta positiva es expresar abiertamente el deseo, aun con miedo al rechazo. No es lo mismo decirle a alguien: te extraño y quiero verte, que ¡nunca me vienes a ver! Lo primero acerca, lo segundo aleja.

Detrás de todo reclamo hay una necesidad: quiéreme, valórame, respétame, cuídame, no me dejes, demuéstrame que soy importante para ti, etc. La manera de subsanarla es haciéndonos responsables de lo que sentimos, en vez de tratar de obligar a otro a hacernos sentir diferente. Siento que no me valoras, en lugar de la acusación ¡tú no me valoras!

Yo siento es la palabra que nos da el poder de cambiar lo que sentimos.