Fernando de las Fuentes

Hay culturas que aman el dinero y culturas que lo odian; por tanto, hay igualmente personas que lo aman y que lo odian, pero todas, sin excepción, lo desean. ¿A cuál de estos dos tipos de cultura pertenece usted y cuál de estos dos tipos de persona es? Ojo: no tiene por qué haber concordancia.

Estas observaciones y las preguntas derivadas son fundamentales para que cualquiera que tenga problemas con el dinero –y mire usted que es la mayoría de la gente– entienda cuál es la verdadera causa.

Comencemos por analizar el lado negativo de la relación con el dinero, el odio, generado por creencias que ven la pobreza como virtud y consideran que los ricos son necesariamente malvados, corruptos, inescrupulosos e insensibles, aunque hay “algunos buenos”. Son las que polarizan sociedades en “ustedes los ricos” y “nosotros los pobres” y hacen énfasis en que se lave las manos después de recibir dinero, porque está sucio.

No referimos a la cultura que, confundiendo la abundancia con dinero, estigmatiza la buena vida y las comodidades, porque son cosas de ricos sin culpa ni vergüenza ante tanto pobre que hay, pero en el fondo desea más que nada esas condiciones. Hablamos de la cultura de la envidia.

Veamos la lógica de la cultura de la envidia: la vida es una serie de obstáculos para conseguir dinero, que es lo único que seguramente dará felicidad, porque la pobreza, aunque nos haga “buenos”, sólo da el mal equivalente de la resignación. Luego entonces, tener dinero es ser feliz, pero los ricos son malos (como si la felicidad fuera compatible con la maldad). Como el dinero es responsable del mal, de la corrupción, para tenerlo se vale cualquier cosa, incluida la doble moral. Si todavía no he descubierto que lo discurrido hasta aquí es una falsedad, seré siempre pobre o medianamente rico porque soy de los buenos. En este rango de la medianía en la riqueza es donde campea el miedo insostenible a la escasez y, por tanto, la obsesión por el dinero, que nos hace pensar que “es bueno acumular y retener”, para tener siempre. Sin embargo, se esfuma, se va rápido y no viene pronto. El problema es que para las clases medias no tener dinero consiste en no poder gastar en lo que se quiere cuando se quiere, insatisfacción que puede invadir todos los aspectos de la vida, porque a estas alturas el dinero se ha convertido en una finalidad, a veces la principal.

Para las culturas de odio al dinero –como la nuestra, por cierto–, su posesión en cantidades suficientes, y si se puede crecientes, de flujo constante, es la idea de abundancia y seguridad, pero ante la imposibilidad de ello, el miedo a la escasez y, paradójicamente, la culpa de tener, las personas recurren a los famosos decretos del “yo merezco”, “soy un imán para el dinero”, “me llega fácilmente”, etc., para, evidentemente, tratar de convencerse de lo que no cree, sin preguntarse antes que es lo que sí cree y por qué. Hay que vaciar el bote de basura para que deje de apestar, no echarle flores, que terminarán igual de podridas.

Por el contrario, en las culturas que aman el dinero, este es bueno y siempre suficiente para lo que realmente se necesita, y por tanto muchas veces sobra. El dinero es un medio, una herramienta. Se da por hecho que habrá. No se le odia, porque no es causa de la maldad. Es un siervo y no un amo. Tiene que circular, irse para volver, darse para duplicarse. No es la abundancia, sino una parte de ella. Es su utilidad, y no lo que simboliza (poder, felicidad, seguridad), lo que lo multiplica.

Como dijera Lao Tsé, el que está satisfecho con su parte es rico… y tendrá más, añado.