Fernando de las Fuentes

A diferencia de lo que muchos creen, el morbo agoniza. Las redes sociales lo están matando. La idea generalizada es que campea, porque la mayor parte de los temas e imágenes que se viralizan son objetos de curiosidad malsana y crece el número de personas “captadas” por esta tendencia en todo el mundo.

Es cierto. Por eso el morbo agoniza: por sobre exposición. No está hecho para el trending topic, que va contra su naturaleza. Debe existir en lo oscurito, fuera de las miradas indiscretas, o no sería lo que esencialmente es: un placer clandestino.

Es decir, transgredir las reglas es la fuente de placer, no el objeto, sujeto o acción donde se deposita la curiosidad. Si el ser humano es un animal social, cuya sobrevivencia y, por tanto, existencia dependen de su vínculo con los demás, evidentemente la tendencia contraria, a liberarse de tal relación, romperla, o cambiarla, transformarla, está implícito igualmente en su naturaleza. Todo en el universo es orden y caos a la vez.

El morbo puede ser tan sencillo y divertido como el placer que sentimos al pensar en comernos un bistec cuando somos la oveja negra en una familia de vegetarianos, o tan enfermo como la zoofilia. 

Como seres evolutivos, los humanos nos sofocamos con la estrechez mental que implica la obediencia ciega a la moral y los convencionalismos sociales. Así como la rebeldía, el morbo es una de las irresistibles tendencias humanas que crean caos en el orden, para transformarnos individual y colectivamente. 

Absurdamente, negamos el morbo personal, no sólo por la vergüenza que implica quedar expuestos en nuestras “debilidades”, sino porque todos sabemos que uno de los más grandes placeres morbosos es escandalizar a los demás, perturbar su alegría y dejarlos en situación de malestar, pero no queremos que nadie se entere que lo disfrutamos.

El morbo crece o mengua con la fuerza de la prohibición. Mientras más prohibido esté algo, mayor será el placer de la transgresión. Pero si esos temas que tanto perturban por el morbo que despiertan, se normalizan a través de las redes sociales, es decir, pierden su calidad de placeres culposos y clandestinos, la intensidad del morbo disminuye y su utilidad también. La vida se vuelve monótona y gris. 

La pregunta no es a dónde va la moral social, cada día más abierta. Es evidente que a derrumbar tabúes. La cuestión es hasta dónde llegará la normalización de situaciones antes censuradas. 

Se trata entonces de abandonar el terreno de la moral, para entrar en el de la salud mental, a fin de saber los límites del morbo sano. La importancia del tema radica en que muchas de las conductas dañinas de un ser humano provienen de este placer malsano en su fase de imaginación, a la cual nadie, excepto el morboso, tiene acceso. Ahí se han fabricado muchos de los grandes males del mundo, justificados, a veces impecablemente, en la lógica, la razón, las buenas costumbres, las virtudes, las buenas intenciones y hasta el amor.

Tanto si la conducta es la de quien realiza actos socialmente reprobables, como la de quien escandalizado los señala con dedo flamígero, el morboso insano será siempre el indolente, el egoísta, es decir, aquel que hace daño a los demás sin importarle. Puede ser igual de dañino el que abusa de un animal o una persona, que el que ridiculiza y hace sentir a alguien avergonzado. El primero actuando a escondidas o presumiendo en abierto placer por la transgresión, el segundo exhibiendo a los otros para no ser visto.

En el gran escaparate de las redes sociales encontramos algunos de los primeros, que al final resultan muy benéficos, pues el odio que despiertan mantiene lo anormal como anormal. Desafortunadamente hay demasiados de los segundos que, con la enorme atención que atraen mediante burla y escarnio, normalizan lo anormal.