Fernando de las Fuentes

¿Quién no aspira en su fuero interno a vivir sin dolor? Incluso quienes lo aceptan como cosa natural y necesaria, instintivamente lo rechazan, hasta que se vuelven conscientes de él y lo procesan.

Todos tratamos de evadir el dolor, en mayor o menor medida, volviéndonos indolentes, palabra proveniente del latín indolentis: el que no siente dolor. Hasta aquí todo bien. No podemos permitir que todo nos duela. Un poco de indolencia es necesaria.

Pero, sin educación emocional, cuya necesidad apenas está reconociendo el mundo, hemos llevado el miedo al dolor al extremo de insensibilizarnos en situaciones en las que se requeriría que fuésemos compasivos, respetuosos, empáticos, responsables e incluso amorosos. 

Si nos insensibilizamos en un aspecto, lo estaremos haciendo en otros. Eso es inevitable, lógico y científicamente comprobable. Y cuando la sensibilidad desaparece, la razón empieza a embotarse. No obstante, porfiamos en la indolencia, la verdadera causante de todos los males de la humanidad y del mundo. 

La indolencia es inconsciencia, ese pensar, sentir y actuar sin darnos cuenta que no nos damos cuenta de la realidad espiritual que hay detrás de nuestra relación con la vida a través de los sentidos.

Sólo por inconsciencia podemos seguir rechazando el dolor con tanta fuerza que, paradójicamente, nos volvemos destructivos, porque comenzamos a sufrir para evitarlo, y hacemos pagar por ello a otros. No soportamos nuestras emociones fuertes relacionadas con el malestar y buscamos desesperadamente las que nos producen placer, como si pudiésemos hacer una sustitución permanente. 

No hemos, pues, entendido de qué se trata la existencia. Rechazando el dolor dejamos de hacer contacto con nuestra alma y, por tanto, de crecer espiritualmente. Nos confinamos en un mundo de apariencias que etiquetamos como realidades, hasta que esa persistente sensación de vacío nos recuerda que algo anda muy mal. 

Pensamos que lo único verdadero y real es lo que podemos percibir con los sentidos, pero a la vez, somos indolentes, es decir, inhibimos nuestra sensibilidad cuando ni siquiera hemos desarrollado, afinado y potenciado nuestra capacidad sensorial más allá de lo primitivo. No percibimos la conexión que tenemos con todo y todos. Nos sentimos aislados y a la deriva, amenazados y muertos de miedo.

Por eso es que cuando la desgracia se “normaliza”, sea carencia, violencia, inseguridad, etc., las indolencias personales construyen una indolencia social que impone silencio e indiferencia. Egoísmo colectivo.

Por indolencia un ser humano incurre en las conductas que se consideran más censurables: los delitos. Al delincuente, no le importan los demás, ni el daño que les causa, ya sea porque su sensibilidad está apagada o porque intenta cobrarse todo lo que ha sufrido. 

Se trate de nuestros seres queridos, de desconocidos o animales, maltratar es indolencia, abandonar es indolencia, desentenderse es indolencia, tirar basura en la calle es indolencia, no dar a quien lo necesita es indolencia, no asistir a quien pide auxilio cuando podemos hacerlo es indolencia, aficionarse con morbo o indignación a las imágenes trágicas que involucran sufrimiento en las redes sociales, y compartirlas, es indolencia, juzgar a la ligera es indolencia, repartir culpas es indolencia.

Cuando nos dejan de importar los otros, especialmente los que no conocemos, vivimos a medias o al mínimo, sin responsabilidad, siendo cómplices pero no amigos, confundiendo la intensidad con profundidad y los estímulos con sentimientos; pensando sin reflexionar, enamorándonos sin amar. Y por eso hacemos tanto mal.

Sin dolor no hay crecimiento ni contacto genuino con otros ni viaje al alma ni espiritualidad ni Dios ni verdadera vida. Se puede y se debe aspirar a vivir sin dolor, pero se logra trascendiéndolo, no evitándolo. 

De lo contrario, la vida se queda en la superficie, nunca va al fondo, porque el dolor es cosa del alma, libera y es siempre pasajero; en tanto el sufrimiento --incesante, creciente y mediocrizante-- es del ego.