Fernando de las Fuentes

La vida es cambio. En su definición más amplia se trata de nacer, crecer y morir, o sea, cambiar. Sin embargo, los seres humanos acostumbramos aferrarnos a lo conocido, y solo nos aventuramos al cambio cuando tenemos una imagen de cómo serán las cosas cuando haya sucedido, lo cual, por cierto, pocas veces ocurre. 

El cambio no puede controlarse, y aunque pudiera, es muy posible que en la mayoría de los casos se salga de control.

Ahora, no cualquier cambio tiene suficiente importancia como para resistirnos a él, porque puede tratarse simplemente de tener otros zapatos, un nuevo televisor o incluso un trabajo distinto. Esta es la clase de cambios que pueden darnos satisfacción, es del tipo que nos gusta, deseamos y esperamos, a veces con ansias.

Es el cambio que significa necesariamente pérdidas de personas y cosas en las cuales hemos puesto, como mínimo, afecto, el que nos cuesta mucho trabajo aceptar, porque implica transformarse, es decir, dejar morir partes de nosotros mismos, para renovarnos.

La transformación pasa por aprender a vivir sin aquello que estamos perdiendo; honrarlo, agradecerlo, bendecirlo y dejarlo atrás, aun cuando hayamos depositado en esa persona, cosa o situación el sentido de nuestra propia importancia.

Todo cambio que represente una pérdida a la que nos resistamos requiere un duelo. Sin ese duelo no se dará la transformación. Hay que hacer un luto en etapas, y esa es la buena noticia, porque podemos identificarlas para transcurrirlas lo mejor posible. Recuerde además que, como todo, esto también pasará.

Por el contrario, permanecer en resistencia nos hará muy infelices y nos enfermará, pues cómo dijera el pionero inglés de la psiquiatría Henry Maudsley: “el dolor que no tiene salida en las lágrimas puede hacer llorar a otros órganos”.

Vayamos entonces al proceso. Éste consta de cinco fases: negación, enojo o ira, negociación con la realidad, miedo y dolor, finalmente aceptación.

Cuando sufrimos una pérdida y lo primero que pensamos es algo como “no puede ser”, “no es justo”, “cómo me pudo pasar esto”, nos encontramos en la etapa de negación, ciertamente necesaria. Estamos incrédulos o en shock, a veces solo frustrados y emberrinchados. No estamos preparados para afrontar la situación. La resistencia aquí es una forma de darse una tregua antes de comenzar a digerir los hechos. Y hay que tener cuidado, porque así como hay quien se estanca mucho tiempo en esta etapa, sufriendo mientras se resiste, hay quien anticipadamente admite que “la realidad es dura”, para negar las emociones que amenazan con desbordarse.

Tras la negación siguen, de manera natural, el enojo, la impotencia, la frustración y hasta la ira. Con ellas no solo estamos ocultando el miedo y el dolor, sino dando un grito de auxilio y tomando fuerza, porque al fin y al cabo son elementos de supervivencia. Hay que sacarlas, usarlas para tomar impulso, o nos demolerán.

Menguadas estas emociones, comenzamos a negociar con la realidad. Todavía no podemos aceptar plenamente lo sucedido. Así, empezamos a fantasear con la posibilidad de enmendar el daño, revertir lo sucedido, pero pronto nos gana la presión del cambio. 

Bajo esa presión entramos a la cuarta fase, crucial porque podemos hundirnos en la depresión si tratamos de evadir el dolor. Aunque lo percibamos mortal, el dolor nunca mata; por el contrario, libera, aligera, sana, suaviza y engrandece el alma, de manera que nos lleva a la quinta etapa: la aceptación, quedarnos en paz con lo sucedido, sin los lacerantes “hubieras”, aunque no estemos de acuerdo.

Por supuesto, podemos no aceptar y estancarnos en la negación, la negociación o la depresión. Pero aprender a lidiar con el dolor genuino es la mejor opción y el principio de una gran y afortunada transformación.

Este mismo proceso se da o debiera darse a nivel colectivo, como todo lo que el ser humano experimenta individualmente. Pero de eso hablaré la próxima semana.