Fernando de las Fuentes

Todos crecemos con necesidades insatisfechas de afecto, atención, validación, reconocimiento y seguridad, a las que se suman dos o más heridas profundas. No hay excepciones, solo negaciones.

A partir de esas marcas emocionales, nuestra mente comienza a construir la vida; primero imaginando y deseando; después, haciendo en consecuencia. Pero no construye –porque no le enseñamos– para satisfacer las necesidades y sanar las heridas, sino para compensarlas; es decir, para obtener algo a cambio por ellas.

Sonó fuerte, ¿no? Pero es la verdad, porque satisfacerlas y sanarlas nos lleva a la responsabilidad, a entrar en dominio de nuestra propia vida, a dejar de exigirle a los demás que sustituyan a nuestros papás y que, por tanto, nos den lo que necesitamos o nos restituyan la felicidad perdida ante el dolor que nos ocasionaron.

Y así entramos en contacto con todo los que nos rodea, más profundamente con nuestros semejantes, claro; especialmente con nuestras parejas e hijos. Esto es lo que se llama relacionarse desde la carencia.

Bajo esta estructura mental, sostenida por un andamiaje emocional insano, esperamos no solo que los demás nos den más de lo que pueden, sino que los bienes materiales se conviertan en un contrapeso del malestar que nos ha acompañado durante años, u oculten cuan poca cosa nos sentimos, o incluso funcionen como una indemnización por lo miserable que ha sido la vida con nosotros.

Esta relación con el mundo y con las personas desde la carencia que no puede ser subsanada, sino solo compensada, es el origen de la escasez; es decir, el obstáculo raíz de la abundancia.

Solo cuando no haya carencia, cuando ya no necesitemos nada y por tanto el deseo no responda a un “llenar”, habrá abundancia, que por antonomasia es tener más de lo que se necesita.

Si se vive necesitando, se vive en escasez. Pero ojo, la necesidad siempre es más imaginaria que real. De hecho, la confundimos constantemente con los deseos. Sabemos que podemos prescindir de esa persona o ese objeto “especiales”, pero la avidez con que los deseamos duele. Es como si los necesitáramos, ¿no? He ahí.
Y así deseamos cada vez más, intentando compensar el vacío de vivir, porque donde está la carencia no hay nada.

Por eso es que nos acomodaron tan bien las nuevas teorías económicas que equiparan la pobreza a la escasez, y por tanto la atribuyen a que no hay suficiente para tantos, pero no a la acumulación de bienes materiales en unas cuantas manos, al dominio de los recursos naturales en todavía menos de ellas y por supuesto al derroche cuando hay y al uso irracional cuando sobra.

Mire usted este dato y hablamos de escasez: según la Oxfam, confederación internacional de combate a la pobreza con representación en 90 países, desde el inicio del presente siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de la riqueza mundial, mientras que el 50% de esa “nueva riqueza” ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico.

Pero no saque la conclusión de costumbre, porque no es esta situación lo que ocasiona la escasez; sino la idea de que esta campea en el mundo lo que permite tal acumulación, porque este robo en despoblado queda oculto al pensamiento cotidiano si la mayoría de las personas creen que no tienen porque no hay.

Basta con hacer un pequeño ejercicio reflexivo para darnos cuenta de que la escasez y la abundancia son formas de pensar y sentir: revise su día; si concluye que sus necesidades básicas están satisfechas hoy, todo lo aledaño sobra; es decir, abunda. Y como la operación para pasar de un estado a otro solo fue mental, mañana también habrá abundancia, si así lo decide.