Fernando de las Fuentes

Con peras y manzanas, o eso espero: todo en el universo es vibración, usted, yo, lo que percibimos con los cinco sentidos y lo que experimentamos más allá de ellos, así como, evidentemente, lo que cada uno piensa y siente.

La frecuencia vibratoria es la que determina lo que es sólido, líquido o gaseoso, tratándose de la materia, y lo que construye o destruye, tratándose del ánimo de las personas. En esto coinciden la ciencia, la hermética y las creencias espirituales más antiguas.

Tratándose de los seres humanos, hay dos vibraciones opuestas entre las cuales nos movemos toda la vida, dos voces interiores que nos hablan, representadas en el imaginario colectivo por el diablito y el angelito: el miedo y el amor. Estas determinan la forma en que vemos el mundo, por tanto, lo que experimentamos y, en consecuencia, lo que elegimos creer. 

Vamos a los ejemplos: cuando queremos ayudar a alguien, sentimos su dolor y deseamos abrazarlo y contenerlo, estamos actuando desde el amor; cuando desconfiamos, reprimimos nuestros impulsos de ayudar e imaginamos en negativo, estamos actuando desde el miedo. 

En cualquiera de los dos casos, lo que elegimos creer es lo que consideramos la realidad y lo que, muy probablemente, volveremos nuestra realidad. Decía Stephen Covey que “todos tendemos a pensar que vemos las cosas como son, que somos objetivos. Pero no es así, vemos el mundo, no como es, sino como somos nosotros, o como se nos ha condicionado para que lo veamos. Cuando abrimos la boca para describir lo que vemos, en realidad nos describimos a nosotros mismos, a nuestras percepciones, a nuestros paradigmas”, y, ni siquiera nos damos cuenta, añado yo. ¿Por qué? Porque no estamos reconociendo lo que sentimos, no volteamos a mirarnos porque tememos lo que vamos a encontrar.

Así fuimos educados: llenos de miedo sin reconocer el miedo, esperando lo peor de los demás y de la vida. Creemos que si “estratégicamente” imaginamos lo peor estaremos en posibilidades de controlarlo, lo cual es por supuesto una trampa, empezando por el hecho de que solo el miedo genera esos pensamientos y cualquier acción desde el miedo paranoico es necesariamente fallida. 

Si nos mantenemos calmados y confiamos en nosotros mismos, seremos, en circunstancias difíciles, solidarios, comunitarios, generosos, tolerantes, compasivos y, sobre todo, estaremos tranquilos. Si estamos estresados, presas del miedo, estaremos, ya desde mucho antes de que se presente cualquier circunstancia adversa, incapacitados para reaccionar correctamente, desgastados y con visión de túnel, que nos impedirá ver las soluciones. En muchas personas hay una lucha entre ambas voces, y eso es bueno, pues tienen opción, pueden elegir. Pero hay quienes no. De hecho, la mayoría. Son quienes actúan irracionalmente y por impulso.

Pensemos en dos personas que van al súper en una pandemia como la que vivimos y una compra un paquete de papel de baño y una botella de vino; la otra arrasa con las estanterías. 

También existe el “miedo controlado”, el más peligroso, pues es la insensibilización completa: gente que no está dispuesta a modificar en lo más mínimo su forma de vida, sus planes, su manera de pensar; generalmente no admite que se equivoca, no le interesa el daño que puede causar con sus actitudes ni lo que otros piensan y sienten; tenderá a minimizar o negar los problemas. ¿Conoce usted a alguien así? Bueno, pues ya sabe que en el fondo está muerto o muerta de miedo.

La diferencia está en la incomprendidísima actitud llamada vulnerabilidad, que en términos de psicología significa dejarnos sentir lo que sentimos, aceptarlo y abrirnos a otros. Esto, en la mente humana, desde el miedo, significa quedar en posibilidad de ser heridos, de ahí que le llamemos vulnerabilidad al hecho de ser honestos con nosotros mismos y con otros.

Sin embargo, en esta radica nuestra fortaleza, ya veremos por qué, en el próximo artículo.