Fernando de las Fuentes

Los virus son más antiguos y mucho, muchísimo más abundantes que los seres humanos. Se calcula que están en el planeta hace 4 mil millones de años y que existen alrededor de 10 quintillones de microorganismos virales.

De acuerdo con la revista científica Nature (17 de agosto de 2016), dos son los ambientes que contienen la mayor diversidad viral: el organismo humano y los océanos.

Está claro: virus y ser humano han coexistido en simbiosis. Esto quiere decir que han llegado a una asociación de mutuo beneficio para su desarrollo, aun cuando hayan tenido que guerrear biológicamente en primera instancia. A esto se le conoce como “coevolución”.

Esta es una muestra clara de que no es la destrucción de lo que me parece amenazante lo que asegurará mi sobrevivencia, sino la adaptación. Hasta los virus lo entienden. Nosotros, evidentemente, no; por eso intentamos constantemente, de diversas maneras, someternos o anularnos unos a otros y a casi todo lo que nos rodea.

Contrario a este paradigma dominante en la humanidad hasta hoy en día, la pandemia que nos tiene tan asustados nos está mostrando que la adaptación a las nuevas condiciones el mundo que hemos creado debe basarse a priori en cuidarnos unos a otros.

Charles Darwin lo explicaba así: “entre los animales para quienes la vida social era ventajosa, los individuos que encontraban mayor placer en estar juntos, podían escapar mejor de diversos peligros; mientras que aquellos que descuidaban más a sus camaradas y vivían solitarios, debían perecer en mayor número”.

Es evidente, por lo hasta aquí descrito, que bajo ningún concepto está nuestra especie en peligro en esta crisis. Estamos en una de incontables etapas de adaptación a un virus.

No pretendo con esto restarle importancia a lo que sucede a nivel mundial, de ninguna manera, sino centrar la cuestión. Es el peligro personal, individual, al que estamos expuestos usted, yo y cada uno de nuestros seres queridos, lo que hace relevante esta crisis mundial de salud.

Es la conciencia de que dependemos de los desconocidos, de que la pérdida de un ser amado puede venirnos de cualquiera que no le dé la suficiente importancia al asunto, y por tanto no tenga los cuidados necesarios, lo que nos ha impulsado a tomar acciones para no ser nosotros mismos ese desconocido. Y es la certeza de que a pesar de ello seguirá habiéndolos, lo que nos hace entrar en pánico.

Como bien se sabe solo en la minoría de los casos el coronavirus es mortal. Ya han sido suficientemente difundidas las condiciones en que puede serlo. Solo que ninguno de nosotros quiere ser parte de esa minoría, ni ver en ella a nuestros seres amados.

Evidentemente nos encontramos ante la necesidad de un cambio en nuestra forma de ver el mundo y afrontar sus problemas. Cambio es adaptación, adaptación es sobrevivencia.

He aquí la oportunidad: el virus nos mandó a nuestras casas en algo que hemos llamado históricamente cuarentena, un periodo de aislamiento para evitar contagios y/o daños mayores en una situación crítica. Y veo con alegría que la gente está entendiendo de qué se trata realmente.

La cuarentena es un asunto físico sí, pero con un fondo muy místico. Su propósito real es la transformación, no solo de estilo de vida, sino de forma de pensar y sentir, requisito indispensable para la adaptación y el desarrollo.

Aunque se usa el término en general para designar cualquier periodo de aislamiento, inicialmente se trataba de 40 días, los que le tomó a Cristo saber exactamente quién era y asumir su misión, los que estuvo Moisés en la montaña para recibir los Mandamientos, los que llovió en el diluvio, los que tomaba renacer para los egipcios.

Sin duda renovación. La pregunta es ¿qué implica renovarse en el siglo 21 para prevalecer como especie, en lugar de autodestruir