Fernando de las Fuentes

El mal es la noche del espíritu

Víctor Hugo

La maldad nos acecha; los malos están entre nosotros. Y hay una noticia peor: no son los otros, esos que planean con placer y minuciosamente sus crueldades, tan comunes en series y películas. No. Ésos son sólo estereotipos que nos permiten sentirnos buenos.

Sin embargo, hacemos daño, a veces mucho y durante mucho tiempo, sin razón, sólo con un pretexto o por impulso, y luego nos justificamos porque nos provocaron o, en el peor de los casos, cometimos un error, por el cual acostumbramos pedir un perdón prematuro para no pagar las consecuencias de nuestras acciones.

Hay, y no son pocos, quienes golpean a su pareja y a sus hijos, los humillan, descalifican, insultan, abandonan física, emocional y económicamente. Dígame usted, si esto no es maldad, qué es.

Recordemos la definición de Phil Zimbardo, organizador y operador del Experimento Stanford: “La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre”.

Esta visión de la maldad responde muy bien a la violencia intrafamiliar, que está produciendo tanto víctimas como victimarios del bullying, más allá incluso del ámbito escolar, en un contexto generalizado de agresión, que se ve muy claramente en las redes sociales.

El bullying, en su sentido más estricto, es el maltrato deliberado, psicológico, físico o verbal que recibe un niño por parte de sus compañeros de clase, juego o actividades, en ocasiones en forma de bromas pesadas. ¿Son los victimarios, en estos casos, inconscientes de su intención de dañar? No. Pueden no saber la magnitud del daño que causan, ya que el propio está tan normalizado en sus vidas, que se vuelven insensibles en cierta medida, pero disciernen entre el bien y el mal.

La maldad radica en la intención, en la deliberación, no en la magnitud del daño causado. El bullying y
aquello que lo causa, un entorno familiar violento, son entonces las formas de maldad más cotidianas, extendidas y… aceptadas, de tal forma que ni siquiera las vemos como maldad.

Son distorsiones psicológicas, males de nuestro tiempo, etc., etc. Ciertamente, pero no por ello dejan de ser maldad, y no por estar lejos de las manifestaciones más extremas o escandalosas, pueden ser excusadas. Qué hay más malvado que provocar un daño profundo y cotidiano a una persona hasta volverla una villana u orillarla al suicidio, o someter a otros a explotación inhumana en la mendicidad o la prostitución. Tan familiares son ya estas formas de maldad, que nos hemos vuelto, como el niño maltratado, insensibles a ellas, y con ello les hemos quitado su esencia maligna.

Para conocer la maldad necesitamos ver películas de
terror, programas de homicidios, reales o dramatizados, noticias y el día a día en las redes sociales, pero no volteamos a mirarnos, a ver nuestro entorno y la forma en que lo impactamos, porque descubrir que, aunque sea un poquito, somos malvados, nos obligaría a salir de nuestra zona de confort, ver la negra noche en que hemos sumido a nuestra alma dándole el control de nuestras vidas a un ego que de todo se defiende; en consecuencia, cambiar, asumir nuestras responsabilidades, afrontar nuestro dolor y crecer a través de él y con su ayuda. ¿Quién querría hacer esto antes de que la vida lo obligue?

Y eso es sólo en la dimensión de lo personal, lo interno. Es todavía mucho peor tomar conciencia del daño que le hemos causado a otros. Ése es como un puñal en el corazón. Una herida insoportable.

Lo cierto es que, como decía León Tolstoi, todos los males del mundo provienen de que el hombre cree que puede tratar a sus semejantes sin amor. Si hay alguien que crea que está amando a aquel que daña deliberadamente, está absolutamente equivocado.


(Militante del PRI)
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.