Fernando de las Fuentes

“No hagáis el mal y no existirá”.

León Tolstoi

 

Dividir al mundo en buenos y malos es la peor ocurrencia que ha tenido la humanidad, porque tan tajante división permite justificar la maldad de los buenos, culpando a las circunstancias que nos obligaron, las personas que nos hirieron, la genética que nos determinó o el sistema que nos orilló, y eliminando así la responsabilidad por la decisión que tomamos y, por tanto, las consecuencias de nuestros actos.

Quienes se han dedicado a estudiar la maldad humana tienen diversas posturas respecto de sus detonantes: la disposición psicológica y/o genética del individuo, el sistema socio-cultural al que pertenece, los hechos que afronta, el grupo con el que se identifica, etc.

La religión tiene sus propias explicaciones. Recordemos la más familiar para nosotros, la católica: el ángel favorito de Dios cae de su gracia por traicionarlo, a causa de su ambición por convertirse en ÉL. Cuando Luzbel es confinado al infierno y se convierte en Satanás, decide corromper lo más preciado de la creación: el ser humano, y así encarna la maldad.

Pero, ojo –y esta por supuesto es mi opinión–: esa ambición fue creada por el propio Dios. Nada existe fuera del creador y su creación. Todos podemos ser el ángel caído. El mal viene de origen. De lo contrario no existiría el bien. La dualidad es el punto de partida de la evolución; su equilibrio, el propósito.

Independientemente de los inevitables factores externos e internos que nos conducen hacia el mal (y sin restarles importancia), es necesario reflexionar sobre lo que pasa dentro de nosotros en ese momento crucial en que determinamos hacia dónde inclinarnos.

Es importante, antes, distinguir la verdadera maldad, el extremo, de un acto inmoral, uno irracional o uno ilegal. Dice Phil Zimbardo, quien llevara a cabo el famoso Experimento Stanford: “La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre”.

Cuando alguien nos hace una cosa así, nosotros se la hacemos a otro o a nosotros mismos, el alma sufre una gran herida. El dolor la obliga a replegarse un tiempo, para sanar y transformarse. Digamos que como las orugas construye una crisálida de la que saldrá mariposa.

Entonces toma el control el ego, que junto con el cuerpo es la parte mortal del individuo. Debido a su carácter “artificial” (no tiene vida propia), no siente ni la herida ni el dolor del alma, pero si humillación, indignación, cólera, deseos de venganza y odio.

Efectivamente, no podemos odiar con el alma. Ella solo ama, no necesita pertenecer a ningún grupo, espiritual o delictivo, porque ya está conectada con el todo. No necesita una identidad porque ya sabe quién es.

Es pues elego al que vamos construyendo toda la vida, pero la personalidad es el resultado de la interacción entre éste y el alma. Si la ignoramos, si no nos acercamos ni compartimos su dolor ni la abrazamos; si no compatibilizamos al ego con ella, nos convertiremos en una de las dos clases de malvados que hay: el que lo es abiertamente, porque su miedo le dice que ya no hay marcha atrás, a riesgo de ser vilipendiado, aislado y “morir”, o el que creyéndose de los buenos siente cierto placer morboso en presenciar actos de violencia, lujuria, crueldad y excesos, cometidos por quienes “no son” como él, ya sea en el cine, internet, la televisión o las calles de su ciudad, sin hacer nada por alejarse o suprimirlos, y creyendo que pueden ser una forma de desahogo de sus impulsos.

Yentonces llegamos a lo que decía Albert Einstein: “El mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad”.