Fernando de las Fuentes
La ciencia ha llevado a cabo diversos experimentos que muestran la forma en que la presión de un grupo influye en las decisiones, actitudes y conductas de un individuo, pues las personas siempre están dispuestas a asemejarse a otras para pertenecer.

Cuando la cohesión del grupo es muy fuerte, porque está conformado a partir de una ideología, metas e intereses comunes, con el objetivo de competir contra otros grupos en el mismo ámbito de actividad, el enemigo no solo está afuera, sino adentro.
Desafortunadamente, se le confunde con cualquier miembro que discrepe de las decisiones que toman los líderes del colectivo.

Trátese de deportes, política, religión e incluso juego, el osado miembro de un grupo que exponga sus diferencias con la tendencia paradigmática de sus compañeros pasará a ser una amenaza para el conjunto. Aun cuando varios otros piensen como él sin atreverse a manifestarlo, o justo porque no se atreven, ejercerán presión para hacer volver al rebelde al redil.

Este es el punto donde los grupos pierden el rumbo, porque se cierran a las múltiples posibilidades que existen para abordar cualquier problema. Y este es el punto donde un individuo discrepante puede fortalecerse o debilitarse, sosteniendo su postura personal con valentía o cediendo sin más a la presión grupal.

Sostenerse requiere una autoestima bien plantada, una conciencia muy tranquila y temple para asumir las consecuencias. Eso fortalece, aumenta el poder de cualquier persona sobre su propia vida. Ceder tiene un costo más alto: el autoengaño para no vivir con la voz de la conciencia activa recordándonos lo mal que nos sentimos por autoanularnos.

La primera opción es difícil, porque los miedos al rechazo, la inseguridad, la indefensión y la soledad pueden ganarle a casi cualquier arranque de valentía si no hay un conocimiento interior sobre nuestras capacidades y un reconocimiento de la propia valía.

La segunda opción es la más fácil, pero también la más costosa a la larga. Un día nos podremos sentir extraviados de nuestra propia vida si siempre seguimos sin cuestionar todo lo que se nos dice que debiéramos pensar, sentir y hacer.

Nuestras elecciones nos definen; la clase de persona que somos depende de las opciones que tomamos. El camino aparentemente difícil está en la autenticidad, y ese es el que nos llevará a una vida satisfactoria; el engañosamente fácil está en la autoanulación, y ese no tiene otro destino que la amargura, la frustración y la soledad.

Mientras más auténticos somos, más solidaridad, respeto y cariño recibimos de la gente, mientras más vivimos para complacerlos, menos importancia nos dan y, al final, nos descubrimos solos.

¿Y cómo tener el valor para desafiar la presión de un colectivo y construir una personalidad autónoma, que puede tomar y llevar sostén a cualquier grupo en el que decida insertarse? Para ello existe una herramienta emocional del ser humano que, por censurada moralmente, no sabemos manejar: el enojo.

Cuando aprendemos a enojarnos por lo que debemos enojarnos, con quien debemos enojarnos y cuando debemos enojarnos, hemos dominado uno de los grandes secretos de la ecuanimidad.

Nadie puede evitar enojarse, pero si negamos que estamos enojados, nos reprimimos o, en el otro extremo, atacamos, humillando, ignorando, rechazando y aun violentando físicamente, estaremos siendo destructivos con nosotros mismos y/o con los demás.

Existe un tipo de enojo que podemos llamar constructivo, que nos ayuda principalmente a establecer límites claros para nosotros mismos y para otros; a defendernos y defender a otras personas; a tener la energía y motivación necesaria para mejorar nuestra vida y luchar por nuestros ideales; a establecer y fortalecer nuestra individualidad.

El secreto del enojo constructivo es, paradójicamente, calmarnos al nivel en que podamos ver claramente la verdadera causa, o nos convertiremos en una olla de presión.

Aprender a enojarse es aprender a derribar los obstáculos de nuestras vidas.