Fernando de las Fuentes

La sociedad es la suma y luego la multiplicación de lo que somos cada uno de nosotros. Todos, sin excepción, tenemos responsabilidad en lo que pasa a nivel colectivo, aun cuando estemos convencidos de que los culpables son otros.

Cuando una persona no se pregunta cuál es su coto de responsabilidad en una situación social, y en consecuencia no se interroga sobre lo que puede hacer para mejorar las cosas, tenderá siempre, en su vida cotidiana, y hasta en los más mínimos detalles, a culpar a otros de lo que le sucede.

La forma en que nos conducimos en nuestra convivencia social, no solo individualmente, sino como miembros de determinados grupos (familiares, amigos, compañeros de trabajo o ciudadanos organizados), impacta a todo el país y a final de cuentas a todo el mundo, porque cada uno de nosotros coopera en cualquier situación en la que esté involucrado, incluso no haciendo nada.

Decía Manuel González Prada, gran pensador, ensayista y poeta peruano (1844-1918): “La vida pública se reduce a la prolongación de la vida privada, como la sociedad se reduce también al ensanchamiento de la familia, y nadie, por más agudeza de ingenio que tenga, puede señalar dónde acaba o dónde empieza la publicidad de un acto. Con uniforme oficial o traje casero, en el sillón de la oficina o en el sofá del dormitorio, el hombre conserva su identidad y vive la misma vida. El criminal es tan criminal en su casa como en la plazuela, la hiena es tan hiena en la jaula como en el desierto”. ¿Así, o más claro?
Y con este planteamiento en mente, reflexionemos sobre nuestra vida “privada”: ¿es congruente con nuestra actividad pública?, es decir, ¿nos comportamos en ambas como exigimos que se comporten los otros?, ¿tenemos una moral?, ¿somos fieles a ella o solo queremos imponérsela a los demás? Porque, mire usted, la congruencia es el fundamento de un ser humano valioso para sus semejantes. Aquel que no es congruente tendrá que mentir, fingir y simular.

Congruencia es lo más preciado que podemos llevar a cualquier grupo. A partir de ella podremos ser auténticos, honrados y establecer relaciones genuinas con los otros, para construir un colectivo que vele por los intereses comunes y aporte lo mejor de cada uno de sus miembros, multiplicado, a la sociedad.

Si ocultamos motivaciones e intenciones que serían rechazadas en el grupo, o establecemos complicidades en un tácito reconocimiento de la prioridad de los intereses personales, en lugar de las lealtades a los valores, estaremos usando a los demás y no podemos esperar más que ser usados por ellos.

Esta relación utilitaria es la que caracteriza a la mayoría de los grupos a los que pertenecemos por elección, porque desafortunadamente no ingresamos a ellos pensando en las metas del colectivo, sino en satisfacer necesidades personales.

En la humanidad predominan actualmente la actitud y la conducta individualistas. La mayoría de las personas están dispuestas a pasar por encima de sus semejantes para obtener lo que pretenden.

No obstante, somos tan dependientes de los grupos para sobrevivir y lograr tales fines, que permitimos que estos nos impongan identidades, tareas, objetivos y creencias a las cuales estamos dispuestos a empeñarles nuestra propia esencia. O sea, de una u otra manera “nos vendemos” o “nos regalamos” incluso.

Esta condición personal multiplicada en un grupo da por resultado un colectivo dañino para su sociedad, incongruente, simulador, que acusa a los enemigos de ser los culpables de la situación de todos, pero no se hace responsable por sí mismo o por sus miembros que demuestran que no hay ni verdad ni autenticidad en lo que se dice y hace. Háblese de una familia, un equipo deportivo o laboral, de un partido político o cualquier otra forma de organización humana.

¿Y usted, qué clase de colectivo integra?