XAVIER DÍEZ DE URDANIVIA

En estos tiempos convulsos, de cambio de época, la vestimenta que había costumbre de usar va quedando chica, desajustada, incómoda.

La gente, que se percata de la nueva circunstancia, está consciente de la necesidad de cambiar, pero no suele saber cómo, por eso se ven los vaivenes políticos en toda latitud y longitud, sin que importen la cultura, el desarrollo económico y otras características por el estilo.

Lo que importa es recuperar lo perdido, y lo perdido bien puede ser la consciencia de la dignidad elemental, que es sinónimo de pertenencia y fuente de beneficios, pero también de responsabilidades.

La ruptura de los cánones tradicionales, obsoletos y caducos, que por tantos siglos -casi cuatro- trazaron las estructuras sociopolíticas del mundo, reventó los paradigmas modernos y dio salida a una gran diversidad de corrientes que buscan los referentes aptos para encauzar las energías sociales de todo tipo por rumbos ordenados, justos y estables.

Eso, y no otra cosa, permite entender el resurgimiento del viejo empeño por encontrar los fundamentos que verdaderamente justifiquen la organización sociopolítica de las comunidades, tanto como la convergencia de esas corrientes que, antes de entrar en el desarrollo detallado de sus propuestas, muestran una clara coincidencia en el afán de rescatar la dignidad de la gente a partir de los derechos humanos, ese grupo de prerrogativas iguales y universales que resulta indispensable proteger, promover, garantizar.

Eso, que es justicia, tiene también un sentido práctico, porque todo crecimiento, todo desarrollo, requiere de la estabilidad, la predictibilidad y la seguridad equitativa que solo un orden basado en ellos puede proveer.

Por eso, los gobiernos, la “clase política” en cada rincón del mundo, han adoptado como bandera su defensa, aunque con pesar hay que reconocer que no son pocos, ni extraños, los casos en que eso sea sólo un recurso retórico, vacío de contenido. Es difícil que el poder vaya a limitarse a sí mismo, sin obtener ventajas considerables a cambio. Pensar lo contrario sería ingenuo.

Debido a ello, el sistema de frenos y contrapesos provistos por la división de los poderes públicos ha cumplido bien, pero insuficientemente, con su cometido. Enriquecerlo con la institución de organismos públicos defensores de los derechos humanos se generalizó en el mundo para reforzar la protección de los seres humanos, en condiciones de igualdad, frente a los abusos de autoridad que los vulneraran.

Hace poco más de 26 años, en París, y precisamente con ese fin, la ONU estableció una serie de principio encaminados a establecer estándares mínimos para enmarcar y garantizar la regularidad en el funcionamiento de los organismos públicos instituidos para la defensa, protección y garantía de los derechos humanos.

Uno de esos principios es, precisamente, el que proclama la autonomía de que deberán estar dotados, con la consiguiente independencia de criterio y los recursos financieros y materiales suficientes para no depender de nadie que, por ser objeto de su vigilancia, podría tener interés en someterla, restringiendo y hasta anulando su capacidad de acción.

Esa autonomía es una propiedad de los organismos públicos de derechos humanos que requiere de ser construida en los hechos, palmo a palmo, y defendida a pulso, aunque los costos, como frecuentemente sucede, sean altos.

Hacer esto último es un deber derivado de las normas constitucionales, legales y reglamentarias, pero también de la ética del servicio público, que debe verse reflejada en la conducta de quienes asumen esa responsabilidad, porque ellos y ellas asumen también el indeclinable compromiso de velar, precisamente en aras de los “estándares internacionales” tan frecuentemente invocados, de proteger y promover los derechos humanos, según su mandato, a pesar y aun en contra de toda injerencia externa, por poderosa o tentadora que sea.

El medio se presta para que gente sin escrúpulos medre, con él y desde él, en términos de conveniencias políticas y económicas. Eso es inadmisible.

Todo intento de sometimiento desde el poder es reprobable; la entrega y la sumisión voluntarias de un organismo al poder son execrables.