Xavier Díez de Urdanivia

Para responder con propiedad a las preguntas que quedaron planteadas en la entrega anterior, he creído pertinente empezar por citar el inciso uno del Artículo 4 (“Derecho a la Vida”) de la Convención Interamericana de los Derechos Humanos, que a la letra dice: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”.

Se ha visto que esta disposición forma parte de la Ley Suprema de toda la Unión, según dispone el Artículo 133 de la propia Constitución, disposición que fue reforzada por la reforma constitucional de 2011.

Con todo, la Corte adujo como fundamento de su resolución la confrontación, aparente, con derechos propios de un sujeto distinto al que es objeto de protección por la norma declarada inconstitucional.

Esa circunstancia obligaba al juez a efectuar una “interpretación conforme” de las normas en juego, lo que implica que el sentido que se debe conferir a las normas en juego es aquel que las haga compatibles entre ellas, así como con la constitución y los tratados.

Si después de ello persistiera la contradicción, tendría que hacerse la ponderación de los derechos en pugna, con el objeto de que prevalezca el de mayor jerarquía axiológica.

A reserva de que tras el engrose de la sentencia y su publicación algún detalle relevante surgiera, de los debates del Pleno y las publicaciones hechas por la propia Suprema Corte de Justicia, es posible saber que la decisión se basó en considerar que la previsión del Código Penal de Coahuila, “vulnera el derecho de la mujer y de las personas gestantes a decidir”, sobre su procreación, sobre su propio cuerpo y sobre el desarrollo de su personalidad, además de su derecho de acceso a la salud.

Sobre el fondo de esos derechos ya se ha especulado mucho y se han expresado ideas y proposiciones a plenitud, dando lugar, incluso, a discusiones bizantinas que poco aporta a la inferencia adecuada para alcanzar conclusiones válidas.

Por esa razón omito, en este momento, profundizar en su materia y me ciño al examen del empleo argumentativo que la Corte les dio en su reciente resolución, sobre todo porque este es el punto en que la inferencia se torna difícil de ser aceptada, por diversas razones, todas ellas de carácter jurídico.

En primer lugar, porque la protección a la vida y los derechos de la mujer enunciados, en una “interpretación conforme” correctamente efectuada, son perfectamente compatibles, si se ejercen a tiempo y con responsabilidad, como deben ser ejercidas todas las libertades.

En segundo lugar, porque aun cuando la aparente contradicción fuera realmente existente, habría que considerar que, si la vida es el presupuesto de todos los demás derechos (sin vida no se puede ser sujeto de ninguno), concluir como la Corte lo hizo es tanto como admitir que lo principal siga la serte de lo accesorio, cuando el principio aplicable es justamente el inverso.

En tercero, porque en la opción en que se basó la Corte se dejó de aplicar el principio de proporcionalidad que, enunciado por Robert Alexy, ha sido de general aceptación por la doctrina y los tribunales: “cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro”.

En suma, si no hay prohibición constitucional para la emisión de normas que tipifiquen la interrupción del embarazo y además el bien tutelado por ellas es precisamente el presupuesto de todo otro derecho y los deberes correlativos, difícilmente puede considerarse que dicha disposición es contraria a la Constitución, especialmente cuando hay norma internacional, compatible con el sistema interno e integrada a él precisamente en el nivel jerárquico superior de sus normas.

La Corte falló. Por las razones expuestas difiero de ella.