Xavier Díez de Urdanivia

Los que llamamos “derechos humanos” son, en esencia, el reconocimiento universal a la dignidad humana. Su quebrantamiento, porque son ellos el timbre de legitimidad por excelencia para el ejercicio de todo poder político, se ha vuelto “políticamente incorrecto” para la autoridad.

Pero, por desgracia, eso no ha conducido siempre a un efectivo respeto de ellos y a la garantía de su reparación integral para los casos de violación, sino -muchas veces- a un afán evidente de abanderarlos mediante actos de simulación que, si bien nunca serán inocuos, se ven comúnmente agravados por la revictimización que significa esa que atinadamente ha dado en llamarse “administración del sufrimiento”, ya referida en esta columna.

Si el dolor, las penalidades y las penurias fueron aceptadas en un tiempo como sufrimiento expiatorio, aceptables para merecer una recompensa futura, en esta era de reivindicaciones humanísticas frente a los poderes irrefrenables desatados por la debilidad de las estructuras jurídicas y políticas tradicionales, los gobiernos, invocando la representación del estado, se han apropiado de la gestión del dolor individual, diluyéndolo al integrarlo, no sin la participación de algunos actores privados y sociales, en contextos de “dolor colectivo”.

De esa manera se ha dado lugar a procesos interminables de gestión sociopolítica que, lejos de resultar efectivos en términos de sus propósitos expresos, instauran diferimientos indefinidos, que se vuelven eficaces medios de control, mientras se alejan del objetivo central al que dicen tender.

Hay abundantes muestras de ello. Por ejemplo, en el muy doloroso -y penoso- caso de las desapariciones forzadas, se ha dado lugar a múltiples distracciones respecto del que debiera ser el objetivo central de todo empeño vinculado con el tema: encontrar a los desaparecidos y reparar integralmente el daño causado a las víctimas.

En lugar de eso, hay múltiples distractores que, por más bondadosos que quieran presentarse, no pasan de ser paliativos periféricos frente al que debiera ser objetivo central de la acción gubernamental en el caso.

Es ese un solo ejemplo. Lo peor de todo es que, en general, no solo no hay resultados satisfactorios ni se exigen las responsabilidades procedentes, estimulando la impunidad, sino que, además, se ha generado una gama amplia de organizaciones, institutos y agrupaciones que, sumadas a aquellas que son legítimas y mantienen un verdadero interés en la lucha por la implantación ética -y no solo jurídica- de la protección y garantía de los derechos y libertades fundamentales, se han dedicado a medrar con su promoción y a generar particulares beneficios económicos y políticos, creando espacios de acción más parecidos a los consorcios empresariales que a los ámbitos de la política, sin la licitud de aquéllos.

La existencia de redes que agrupen a instancias gubernamentales con algunos de esos verdaderos consorcios tampoco es extraña, porque resulta mutuamente conveniente: mientras se disminuyen los riesgos y presiones políticas provenientes de los colectivos genuinos que se logra incorporar a esos procesos, favoreciendo su control político, se abren vías nada despreciables de financiamiento, público y privado, para los agentes no gubernamentales -o aparentemente “no gubernamentales”- involucrados en estos procesos de mediatización política y fuente financiera.

Esos contubernios son evidentes despropósitos que con frecuencia empañan -y hasta llegan a ocultar- el quehacer y compromiso de las muchas y muy activas asociaciones que, con verdadero altruismo y entrega, ocupan su tiempo en promover los derechos humanos y buscar su garantía universal efectiva.

Se sabe que el sufrimiento producido socialmente, es “el ensamblaje de problemas humanos que tienen sus orígenes y consecuencias en las heridas devastadoras que las fuerzas sociales infligen a la experiencia humana. Los individuos intentan comprender sus experiencias y trabajar para sanar en el marco de la vida colectiva” (Kleinman, Das, y Lock; Introduction; Daedalus, Vol. 125, No.1: pp. XI -XX. 1996).

Es así; por eso, cualquier afán digno de crédito en pro de los derechos humanos pasa por la buena fe y una genuina solidaridad. Lo demás es demagogia y lucro con el dolor, necropolítica pura.