Xavier Díez de Urdanivia

Quien piense que la globalización es solo cuestión de economía, yerra de cabo a rabo. El ámbito global ha sido propicio para la expansión de los intereses económicos, pero también ha tenido efectos políticos que cada vez son más evidentes.

Hace ya algún tiempo que Alvin Toffler advirtió que, a pesar de que lo tradicional en la cultura occidental ha sido pensar en el poder en términos cuantitativos, esa visión oculta el que quizás sea el factor más importante de todos, y en el que los cambios están realmente operando: la calidad del poder (Power Shift, 1991, N. Y., Bantam Books).

Clasificaba entonces a la fuerza y la economía como fuentes de poder. De la primera, decía que dudaba de que, en realidad, confiriera poder alguno; de la segunda, a la que confiere mayor grado cualitativo porque es capaz de mover las voluntades en el sentido que lo desee aquel que pueda disponer de ella, le asigna un lugar intermedio en la escala cualitativa del poder, porque, sin negarle potencial alguno, no logra alcanzar la cumbre.

En cambio, en tercer lugar y en la cúspide de la escala, colocaba ya al poder que proviene de la aplicación del conocimiento, del que dice que no es meramente la habilidad de hacer que otros hagan lo que uno quiere que hagan, sino que es, sobre todo y antes que nada, eficiencia, y frecuentemente puede ser usado de manera que a la parte a quien se dirige no sólo le guste la idea de obrar en el sentido en que el poderoso quiere, sino que incluso puede aquél llegar a pensar, si se maneja el instrumento con la destreza debida, que en él se originó la idea misma de actuar del modo inducido.

La tercera es, además, la más versátil, ya que puede ser empleada para castigar, premiar, persuadir, y aun transformar, por ejemplo, a un enemigo en aliado.

Lo que es todavía mejor: Su empleo permite eludir las circunstancias peligrosas inmediatas, a fin de evitar los desperdicios que habitualmente se producen por las otras dos fuentes de poder que identifica, es decir, la fuerza y la riqueza, mismas que, por el contrario, pueden verse multiplicadas cuando interviene el conocimiento.

Es claro que una combinación de las tres fuentes, inteligentemente integrada y hábilmente aplicada, estará todavía en mejor posición de alcanzar un resultado óptimo.

Vance Packard, más de cuarenta años antes que Toffler, había ya identificado a los que denominó “persuasores ocultos”, capaces de compeler una conducta, individual o colectiva, porque consiguen canalizar nuestros “hábitos no pensantes”, nuestras decisiones y nuestros procesos mentales, por debajo de nuestro nivel consciente.

Así, los estímulos que nos mueven frecuentemente están “ocultos” y su uso, dirigido a las masas, ha sustituido la búsqueda “a tientas” de otros tiempos, dice Packard.

Cuando eso se escribió, ni por pienso aparecía en el panorama el ingente potencial que para la operación de esos mecanismos de manipulación ofrece la tecnología de la información hoy en día, ni se había extendido su uso al grado en que para estos tiempos lo ha hecho, aun en el campo de la política.

La palpitante actualidad de las aseveraciones de Packard, contemplada a la luz de las posibilidades y el desarrollo que ha sufrido la materia a que se refiere, hace que, especialmente en un mundo que sobrepasa las capacidades regulatorias del estado, sea fácil concluir que quienes hoy detentan el poder a nivel mundial, cuenten con un instrumento de incalculable valía para sus fines.

Lo que hoy pueden hacer los “persuasores profesionales” ha alcanzado niveles superlativos, de modo que su eficacia para vendernos sus mercancías –trátese de productos, de ideas, de actitudes, de candidatos, de metas, o aun de “estados de ánimo”, se ha potenciado geométricamente.

¿Quién detenta hoy ese poder? ¿Dónde reside? ¿Cuáles son los efectos de su actuación?

El tema da para mucho. La próxima entrega se destinará a intentar dilucidar esas cuestiones.